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28 de diciembre de 2009

La de los ojos rojos

Julián era un tipo serio, trabajador y honesto. Se había marchado de la casa paterna antes de los dieciocho, ni bien terminó el colegio secundario. Le parecía de aquello una eternidad, pero aún no había pasado una década. Recordaba claramente la discusión con su madre, porque se había plantado en la postura de no seguir estudiando y buscar un trabajo.
Se quedó con la suya, lágrimas de por medio de su madre y varios meses sin hablarse con su padre, pero nunca se arrepintió. Capaz y versado, supo ganarse la confianza de sus patrones en una tienda de un pueblo vecino y con el tiempo, ser promovido como encargado de una sucursal mayor, ubicada en la capital de la provincia.
Así fue como perdió contacto fluido con su familia. Atrás había dejado además de sus padres, con los que, luego de aceptar su decisión, la relación siempre fue estupenda, a cinco hermanos, una gran cantidad de primos y tíos y a los abuelos por parte de su madre.
No dejaba de llamar todos los domingos, pero no era lo mismo. Las conversaciones parecían superficiales, intangibles. De vez en cuando se enteraba de alguna novedad de sus hermanos o primos, pero era lo mismo que enterarse en el diario que un hombre en otra parte del mundo se había ganado la lotería. Sus "qué bien", "mandale saludos", "decile que los quiero", "los extraño" se fueron haciendo cada vez más forzados.
Eran su gente y ese lazo era más fuerte que el olvido y la distancia y por ello, cada domingo marcaba en el teléfono el número que conocía de memoria y aguardaba el tono de llamada hasta que la inconfundible voz de su madre lo aturdía con "¡hola Julián!" seguida de un "vos siempre te acordás de nosotros". Y a Julián, aunque sea un par de segundos, se le aflojaban las piernas. Pero duraba poco. Luego la frialdad a la que se había acostumbrado, tomaba posesión otra vez de él.
Pero desde el último domingo, es decir, dos días atrás, que no podía dormir. Era algo extraño, pero de pensarlo se le erizaba la piel. No podía dejar de recordar unos meses atrás, también domingo - ahora estaba seguro - que al regresar a su solitaria casa de pasar la tarde con unos amigos del trabajo, con los que había comido un asado, sintió a sus espaldas mientras cruzaba del living a la cocina el aleteó de un animal.
Pensó en un pájaro. Entonces revisó las ventanas y se dio cuenta que había dejado abierta la que daba al pequeño patio. La cerró y tomó la escoba, para intentar cazarlo.
Lo buscó hasta el cansancio. Cuando se daba por vencido, escuchó el sonido otra vez. Giró y no era un pájaro. Una enorme mariposa negra se poso en el estante de los libros, en una posición tal que hubiese jurado, lo estaba observando.
Apurado, quiso encender también la luz que daba para ese sector, así la veía con más claridad si escapaba hacia el techo, pero se equivocó de tecla y dejó todo a oscuras. Fue un segundo, pero en ese instante sintió pavor. En el lugar donde estaba la mariposa, dos puntos rojos se suspendían fijos en el aire, como si fuesen ojos. Activó la tecla de inmediato.
La luz trajo de nuevo a su vista la imagen de la mariposa. Corrió hacia ella con la escoba en alto y el bicho, presintiendo el peligro, se alejó volando hacia la cocina. Julián fue tras ella, pero tuvo que agacharse para evitar chocar con la mariposa, que ahora volaba en dirección contraria perdiéndose por la puerta que daba al dormitorio.
"Ya te tengo" dijo Julián recordando que había acabado de cerrar la ventana pero al llegar al marco de la puerta se detuvo con la boca abierta, al ver la ventana abierta hasta arriba y las cortinas arrebatadas por la brisa.
No había pensado más en el asunto hasta que un par de horas después su madre se anticipó a su llamado y llorando le dio la noticia de la muerte de Pedro, el más pequeño de todos.
Un accidente fatal, en la ruta, dos horas antes. Julián no supo que decir. Lo velaban a la mañana siguiente, estaba destrozado "mejor no vengas Julián". Y él, por supuesto, no fue.
Y a su vez, pensar en ese episodio, le traía a la memoria lo del último domingo. Había terminado de ver el partido de fútbol de su equipo en la tele. Tenía que ponerse a pensar en lo que se haría de cenar. En la heladera había algo de fiambre, pero ya había hecho sánguches la noche anterior. Vio que en la puerta tenía unos huevos y supuso que un omelette no estaría mal.
Cerró la puerta de la heladera y su vista quedó cara a cara con la ventana de la cocina, la que da al pasillo con el vecino. Del otro lado del vidrio, posada sobre el mismo, la mariposa negra lo observaba fijamente, como esperando su próximo movimiento.
No supo si estuvo congelado en esa posición mirándola durante pocos segundos o un par de horas, tampoco le importaba, el hecho de tenerla delante, aunque separada por un cristal, no hacía más que hacerle sentir una sensación repugnante.
Por fin se movió y fue hasta la ventana. La mariposa desplegó sus alas y desapareció de su vista. Un fino sudor lo había empapado debajo de la camiseta. Se pasó la mano por el rostro y también estaba húmedo.
Era la hora de llamar a su casa, pero vacilaba en hacerlo, sin saber muy bien por qué. Lo hizo. Marcó el número que se sabía de memoria. Sonó una vez, dos veces, tres veces, cuatro... no atendió su mamá.
"¿Quién habla?" preguntó una voz grave, cascada por el cigarrillo. Era su papá. De inmediato le explicó que algo le pasaba a su madre, que desde la tarde sentía dolores en el pecho y que un médico la había ido a examinar. Al día siguiente irían al hospital a que le hicieran estudios. Julián asintió sumiso a cada oración. No sabía si estaba sorprendido o no. Algo le decía que no. Dejó saludos para todos "especialmente a mamá" y cortó.
Desde entonces no dormía.
Se había sentado en el sillón más cómodo, repasando los hechos. Aún tenía sangre en la mano. El corazón todavía le latía acelerado y el estómago era una piedra lacerante de ácidos revolucionados y teorías descabelladas.
El domingo de la muerte de su hermano, dos días atrás, cuando su madre comenzó a sentirse mal... y hacía veinte minutos.
Siempre ella, siempre la mariposa negra de ojos rojos. Antes, hace dos días, recién, cuando casi lo mata a él de un infarto. Salía de bañarse, semidesnudo, con una toalla cubriéndole de la cintura para abajo, más por intentar no mojar el trayecto hasta su pieza que por otra cosa, cuando el sonido espeluznante del aleteo del insecto, aún presente en su memoria, lo golpeó de lleno en el inconsciente, sacándolo de los pensamientos en los que estaba inmiscuido y llevándolo a ese terreno de lo irracional que tanto temía.
Improvisó un arma con la toalla húmeda, haciendo una especie de trenza con ambas manos y la agitó sobre su cabeza, aguardando que se acercara. Poco le importaba quedar con sus partes íntimas expuestas, solo quería matarla.
La mariposa entendió el juego y bailoteó a su alrededor, suspendida con una gracia tan desagradable como terrorífica, clavándole la mirada desde los dos puntos rojos que con mayor detenimiento, comprendió Julián, que no parecían ojos, sino más bien, dos protuberancias sobre su cuerpo.
El insecto se movió rápido y decidido hacia la izquierda y Julián atacó con la toalla. Erró el golpe y la mariposa se abalanzó sobre él. No podía creerlo, estaba luchando contra ella. Las alas batieron muy cerca de su rostro, pero a tiempo que pudo arrojarse al suelo, esquivándola.
Se puso de pie de inmediato. Ella cargaba de nuevo. Le arrojó la toalla instintivamente. ¡La había atrapado! Se agachó con recelo y apretó con fuerza la toalla contra el piso. Pero la mariposa se escabulló antes que pudiera aplastarla, contraatacando contra su espalda desnuda. Julián sintió el escozor del roce y gritó con fuerza. Se afirmó en la pared para no caerse y cuando levantó la mirada la mariposa ya estaba encima de él. Lo embistió con fuerza, haciéndole perder el equilibrio. Algo caliente el surcaba la frente, pero no podía pensar qué era, porque estaba cayendo. Interpuso sus manos ante su cara a tiempo para evitar que fuera ésta la que diera de lleno contra la mesa ratona de vidrio, que estalló en mil pedazos con la fuerza de su cuerpo.
Vio desde el piso los cristales esparcidos por la alfombra. Se miró las manos. Una estaba cortada, la otra otro. Con esta última comprobó que también era sangre lo de su frente.
Aún tirado en el piso, buscó la forma de girar su cuerpo sin lastimarse con los fragmentos de vidrio para ponerse a resguardo de la mariposa. Sin embargo, la vio alejarse por el pasillo, camino a su habitación.
Finalmente se puso de pie y armado ahora con la escoba, fue hasta su pieza. Allí no quedaban rastros del horrible insecto. Tan solo la ventana abierta. La cerró sabiendo que debía volver al living y marcar el número que conocía de memoria.
Pero allí estaba, sentado en el sillón más cómodo de su casa, sin la voluntad de querer hacerlo. No era ahora la frialdad de la distancia, sino la certeza de lo inexplicable lo que lo detenía.
Dolorido y con ganas de llorar por una noticia que aún no le habían dado, aguardó en el silencio de la habitación el llamado que no tardaría en producirse.

24 de diciembre de 2009

Deseo de Navidad

La navidad suele ser una época feliz. Pero también es cuando más contrasta la desdicha de algunos. Como la risa lo hace con el cielo, el blanco con el negro, la vida con la muerte.
Antonia era de esas personas que lloraba en los rincones. Mientras sus compañeros de trabajo se tomaban un descanso ella se apartaba y se entregaba a su tristeza. Volvía a la oficina con los ojos colorados de tanto llorar. Sin embargo nadie le preguntaba que le pasaba ni siquiera, si estaba bien.
No era una fea chica, pero se vestía mal, no se peinaba y esa imagen la favorecía poco, porque la sociedad se rige por valores superficiales y materiales que hacen de ese "target" el equivocado.
Mascullaba bronca por lo bajo cuando la reprendían por algún error involuntario en sus tareas, porque veía que otras hacían lo mismo y nadie les llamaba la atención.
Odiaba la oficina, a sus compañeros a sus jefes... odiaba a todos, incluida la Navidad. En casa la esperaba solo su abuela, a quién cuidaba desde que tenía memoria.
Sus mejores recuerdos se remontaban muy lejos, cuando era pequeña y sus padres la llevaban a la plaza y por supuesto, la convencían del maravilloso mundo de la navidad. Cuando ellos ya no estuvieron, la fantasía se derrumbó, como un telón que se cae en medio de una función y deja a la vista a los artistas a medio cambiarse, perdiendo la gracia de quiénes representan ser.
Ella perdió el gusto por la vida. Supo de trabajos cuando sus amigas pensaban en novios. De responsabilidades cuando las demás diagramaban sus salidas. Y ahora, con casi treinta años parecía un ser a punto de estallar, porque lejos de estar acobardada, lo único que pensaba era en hacer justicia con su vida.
Todo sucedió, con toda seguridad, tras la invitación a la cena de despedida de año organizada por la empresa. Invitación, claro, que ella no recibió y de la que sutilmente le hicieron saber.
El odio, la bronca, no se sabe bien, fue lo que provocó la catástrofe. Había estado llorando en el baño, durante su tiempo para comer. Cada vez que intentaba regresar a su lugar, le daba otro ataque de llanto. Estuvo así varios minutos. Al regresar, su jefa inmediata la retó por haberse tomado un momento más del que le correspondía.
Entonces, algo en su mente hizo click. Imperceptible, inaudible. Un click. Como un chasquido de dedos. Algo efímero, pero consistente. Un click.
Se concentró en sus recuerdos oscuros, la niñez perdida, la adolescencia robada, en los años cuidando a su abuela, bañándola, limpiándole el culo cuando se cagaba encima, saliendo a trabajar y haciendo las tareas en los momentos libres, corriendo a hacer las compras y volviendo al trote para preparar la comida, el sueño cortado de cada noche, siempre dolorida, siempre exhausta, haciéndose cargo de mantener la casa en orden, de sacar las telarañas, de asear el sótano, de combatir esas inmundicias de cucarachas que poblaban los rincones, que deambulaban por los cajones, encima de la comida, grandes, pequeñas, voladoras, transparentes, con olor, sin olor, seres asquerosos que cuando los pisaba largaban un líquido viscoso entre blancuzco y amarillento, que habitaban sus sueños convirtiéndolas en pesadillas, viéndolas noche a noche devorarse a sus padres en una zanja cualquiera al costado de un camino oscuro y olvidado. Un click. Todo eso pensó en un click.
Y de pronto, comenzaron a aparecer. De atrás de los zócalos, dentro de los escritorios, de abajo del piso de madera, por las paredes, en el techo, de cientos, de a miles, de a millones. En la oficina empezaron a gritar, las mujeres a treparse a sus sillas, los hombres intentando golpearlas con sus zapatos, pero eran muchas, no podían, se les trepaban a los pantalones, se le metían en los pliegos, por las mangas, dentro de las camisas, hurgaban en sus medias, cubrían sus manos, las orejas, los ojos, la boca, las fosas nasales, convirtiendo el lugar en un manto marrón en vivo movimiento y un sonido ziz ziz ziz ziz elevado a la enésima potencia del roce de sus alas y patas lo abarcaba todo, salvo un escritorio, una pequeña porción del sitio, donde Antonia, aún con los ojos cerrados deseaba (porque era Navidad y a los niños buenos se les cumplen los deseos) con ganas que todos de una buena vez desaparecieran de la faz de la Tierra.

22 de diciembre de 2009

En tren hasta la Mutual de la Asociación Médica de Rosario

Hacemos un alto en la ficción, para sumergirnos en el acto de premiación del primer Concurso de Cuentos organizado por la Mutual de la Asociación Médica de Rosario, en el marco de los festejos por los diez años de cultura solidaria, tal como definen a un segmento de las actividades que realizan.Al mismo fui invitado por haber sido seleccionado para una mención especial por el relato "El Tren de la Chatarra".

El breve pero cálido evento se hizo en conjunto con la entrega de premios del concurso de fotografía que también estuvo vigente durante parte del año, cuyos ganadores tendrán el privilegio de ver sus fotografías en el calendario 2010 de la mutual, que será sacado a la venta con fines benéficos.
Pocos minutos después de las 19 del lunes 21 de diciembre, el pintoresco edificio de España y Tucumán de la ciudad de Rosario fue escenario para el encuentro de los organizadores y patrocinadores del concurso con los escritores y fotógrafos premiados.
Luego de un pequeño ágape, en una sala contigua, se procedió a la entrega de premios, con la presencia del jurado y autoridades que apoyaron la actividad.
Una experiencia linda, donde todos fuimos tratados con mucha cordialidad, recibiendo en manos de la gente que llevó adelante esta propuesta la mención (como en mi caso), la revista de la mutual y el dossier con los cuentos, además del CD del Coro de la Mutual, que grabaron este año y se presentó hace pocas semanas.

Se nos anunció además, a los autores de los relatos (fueron seleccionados ocho entre casi dosciendos, uno, el ganador, premiado con una Netbook y los restantes con menciones especiales) que de la revista más el dossier se imprimieron 12.500 ejemplares, más una considerable cantidad que va a instituciones públicas y privadas.
Ojalá sigan fomentando la cultura desde el lugar que ocupan en la sociedad e insistiendo con este tipo de actividades, que para quienes nos gusta la literatura, en nuestro caso, sabemos valorar.
Así que si saben de alguien que recibe la revista "Una Mano" de la Mutual de la Asociación Médica de Rosario, pídanle el dossier!
En las imágenes se pueden ver el diploma y la tapa de la revista "Una Mano". En el lateral derecho del blog, está la tapa del dossier con los cuentos, que viene con la revista.




Y como regalo para Navidad, para quienes lo quieran tener, me tomé el trabajo de escanearlo para que pueda llegar a más lugares y se pueda apreciar lo hecho, por un lado por los organizadores, porque la presentación es genial, y por supuesto, por los escritores, con sus trabajos premiados.
Está en formato .PDF (para leer con el Adobe Reader, Foxit -aguante Foxit!-, etc).


Click en la tapa del dossier para descargar

19 de diciembre de 2009

Después del alba

No es fácil vivir en Santo Braulio del Norte. En realidad no es fácil vivir en ninguna parte del planeta, pero en mi pueblo somos tan pocos que hasta la tristeza y la pena parecen contagiosa.
Desde las calles desoladas, el paisaje se viste de eterno otoño e invita a todo automovilista perdido pegar la vuelta sin siquiera bajarse a preguntar donde está el próximo pueblo.
Nuestros jóvenes se han marchado hace tiempo. Solo quedamos mayores de cincuenta. Pareciera que con ellos se fue la alegría y la sorpresa. Las lentas rutinas desde que despunta el alba no hacen más que martillar el silencio de nuestras vidas a una tabla tan vieja y dura que por más que se quiebre no le importará a nadie.
Nos vemos las caras desde las entradas de nuestros hogares, saludamos con golpes de cabeza como si las palabras estuvieran de más. No hay mucho en las pocas calles que abarca. Con el almacén alcanza. Las verduras las cultiva cada uno en el fondo de su patio y la carne está a merced de quién quiera ir a buscarla.
Nadie aquí necesita medicinas. Cuando escuchamos alguna tos en la calle, espiamos por la ventana para saber quién es el próximo en irse. Empieza como una molestia en la garganta, sigue con un catarro, después con la sensación de no poder respirar y a las pocas horas... bueno, hay uno menos en el pueblo.
En algún momento las diez manzanas del pueblo estaban habitadas e incluso funcionaba el colegio y un cura venía una vez por semana a dar la misa. Con suerte serán ahora una veintena las casas habitadas. El colegio es una sombra frente a la amarillenta plaza y la capilla mendiga bajo el cielo por una muerte más rápida y digna.
Los días son tranquilos. Las primeras luces traen los sonidos de los cuervos que se posan sobre los árboles altos y deshojados, cuyas ramas parecen formar algún enmarañado tejido pagano.
Hace años que no se escuchan ladridos. Las mascotas fueron las primeras en desaparecer. Luego del mediodía el sonido de las palas en las quintas del fondo repiquetean al unísono. Es cuando se cultiva y se vuelve a sembrar.
Antes que el sol comience a bajar, quienes necesitan víveres, van a comprarlos. El almacén no cierra muy tarde. Es que después de las seis de la tarde, ya nadie camina por las calles.
Al menos, hasta que cae la noche.
La luna nos convierte en lo que realmente somos y el apetito se vuelve voraz. Nuestros jóvenes se hartaron de detenernos, de ser lastimados por sus propios seres queridos y se fueron. Ahora quedamos a merced del destino. Primero devoramos las mascotas y luego a los más débiles.
Cuando lo que cultivamos en el día no nos alcanza, merodeamos las calles y a veces combatimos. No sabemos contra quién, porque nadie es quién suele ser. Somos monstruos desfigurados, envueltos en pelamen y repletos de llagas, armados de garras y colmillos más fuertes que el acero.
Y cuando no encontramos a nadie, corremos a campo traviesa, ignorando las zanjas, los alambrados y los cercos electrificados. El olor a carne nos lleva hasta nuestras víctimas, sean vacas, caballos, toros, perros, comadrejas, liebres... humanos.
Pero debemos volver antes del alba, no por temor a que nos descubran, sino de morir en forma horripilante, con la piel cayendo a gajos y la sangre brotando por cada poro, previo a sufrir la tos que comienza con el picor en la garganta.
Somos seres malditos desde que aquel cura reveló su identidad demoníaca y nos poseyó a todos y como tales, nos debemos a la noche.
No es fácil vivir en Santo Braulio del Norte, no señor, nada fácil.

16 de diciembre de 2009

Atapuerca

Atapuerca. La brisa de otoño otorga algo de aire a los cansados trabajadores. En los niveles inferiores de la Sima del Elefante las excavaciones se suceden día a día. El yacimiento es uno de los tantos en aquel paraje de sierras dónde el tiempo parece detenerse y la tierra, desde sus entrañas, devuelve parte del pasado que desconocemos de este planeta.
Arqueólogos, antropólogos, ingenieros y el personal contratado sabe que la paciencia es la mejor compañía en tremenda empresa. El minucioso trabajo hace todo más lento, pero no se quieren cometer errores. De por si el lugar lleva el nombre por unos huesos que se pensaron eran de elefantes y terminaron siendo de rinocerontes. Quizá por eso nadie lo ha cambiado, para recordar que los errores pueden aparecer a la vuelta de la esquina.
Desde la superficie, la doctora Quiñonez aguarda que regrese de la excavación Enrique, su asistente. Está preocupada y el gesto borra de su bello semblante todo rastro de juventud.
El yacimiento ha sido más que fructífero desde que se descubrió, casi una década atrás. Sin embargo el descubrimiento de hace dos días no la ha dejado dormir. Primero aparecieron unos huesos, claramente partes de una mandíbula, que de inmediato se enviaron a datación, para determinar la antigüedad.
Allí no radicaba problema alguno, más bien algarabía. Sin embargo, a diez centímetros de la mandíbula fue hallado otro objeto, que...
- ¡Doctora!
- Enrique, por favor, porque te demoraste tanto. Sabés que no puedo bajar, que estoy esperando los resultados del laboratorio.
- Disculpe doctora, aquí tengo los informes de Fernández y Thompson, han delimitado el área y aguardan a que llegue el grupo de investigación desde La Gran Dolina.
- Bien Enrique, perdona, estoy nerviosa. Hace media hora me avisaron desde La Gran Dolina que se van a demorar porque tienen un problema con una de las galerías. Dime ¿pudiste ver el objeto?
- No doctora, incluso ni me han comentado que es. Me dijeron que por radio a usted ya le han dicho, pero prefieren que primero bajen los expertos y los ayuden a extraerlo, no quieren estropearlo.
La doctora asintió con la cabeza mientras se mordía el labio inferior. Ese gesto volvía loco a Enrique. Mientras la vio partir hacia la casilla que utilizaba para asearse, no podía dejar de pensar en cuánto la amaba. Dejó escapar un resoplido, casi de resignación. Era su jefa, una arqueóloga de fama mundial y él... ¿qué era el? Su asistente y debía dar gracias de ello. Pero estaba enamorado y eso si que era un gran problema.
Se dio cuenta que estaba parado al borde del yacimiento y con la mente en las nubes. Se alejó un poco y decidió que debía dejar de pensar en ello. Al menos hasta que volviera a la ciudad de Burgos. Allí había visto un colgante para obsequiarle precioso, de plata con detalles en oro y un amplio lugar al dorso para colocar esas pocas palabras que le revoloteaban en la cabeza como mariposa desde hacía más de un año: "Te amo. E."
El sonido de un camión lo volvió a la realidad. No eran los expertos de La Gran Dolina, pero si uno de los grupos investigadores que centran sus tareas en el Portalón de la Cueva Mayor.
La noticia del descubrimiento se había conocido dos días atrás, pero recién tres horas antes se divulgó a los demás grupos, cuando las tareas de extracción de la pieza se pusieron difíciles.
Vio acercarse a la doctora al camión y entablar diálogo con un par de arqueólogos que conocía por los apellidos, pero casi nunca le dirigían la palabra, como si su lugar de asistente fuera motivo de exclusión o un síntoma de enfermedad en proceso de la cual convenía alejarse.
Pero estaba acostumbrado y le restaba importancia a ese trato. Solo pensar en el timbre suave de la voz de la doctora llamándolo por su nombre le devolvía la paz y la calma y toda reminiscencia de bronca quedaba sepultada bajo toneladas de amor, emulando casi a los valiosos restos fósiles que habían quedado atrapados producto del paso de los siglos bajo capas y capas de sedimentos y rocas.
- ¡Enrique!
Su voz. Era su voz.
- Si doctora, diga.
- Ten listo el equipo, en cinco minutos bajamos junto a Morales y Dubadis, cuando la otra gente llegue, que nos encuentre abajo. Te esperamos en el camión.
Enrique partió raudo hasta las tiendas de campaña, a buscar los elementos de trabajo de su jefa. Conocía de memoria cada detalle de lo que había en la mochila, pues la preparaba con suma atención y dedicación. Inspeccionó que estuviese todo. Algún día se animaría a escribirle una carta, declarándose, y guardarla a escondidas dentro de la mochila, para cuando, ella en medio del yacimiento buscara entre sus cosas, se topara con la confesión y al fin se diera cuenta del amor que aguardaba en el corazón de su asistente.
Sonrió tontamente a la habitación. Quizá cuando tenga el colgante. Quizá...
Salió presuroso hacia donde lo estaban esperando. Tomó nota de las indicaciones que la doctora le dictó y los acompañó hasta las escalinatas, para comenzar el descenso.
La vio bajar casi sin prestarle atención a los frágiles escalones de madera de la improvisada escalera, que parecía interminable hasta los niveles inferiores del yacimiento. Iba discutiendo con sus pares, seguramente sobre ese descubrimiento que tan preocupados los tenía. ¿Algún tipo de hueso diferente o quizá el de algún animal que no pensaban encontrar en la región? No le importaba de momento. Solo le preocupaba que no le pasara nada a su amor secreto allí abajo.
Dos horas más tarde arribó el grupo de Fernández y Thompson. Les dio la novedad que la doctora había descendido junto a Morales y Dubadis y los puso al tanto de otros datos que ella le había indicado previo a bajar.
Una hora después, comenzaron las corridas. Se había preparado un café en su tienda, atento siempre a la radio y la comunicación de la doctora, cuando escuchó fuera un gran alboroto.
Supuso un accidente en el yacimiento y tembló de pies a cabeza. Dejó el café sin beber y salió disparado hasta las escalinatas. Habían arribado dos camiones y un coche particular, con el encargado de los yacimientos de Atapuerca. No vio ambulancias por ningún lado, lo que tranquilizó su ánimo. Y por otra parte, se sorprendió de ver tanto movimiento.
Por las escaleras estaban llegando los expertos que habían bajado y otros cuántos que estaban en el yacimiento desde horas tempranas. Había rostros de confusión, de incertidumbre. Algunos cuchicheaban entre si, en voz baja.
Las miradas se cruzaban de un lado a otro pero el hermetismo existente parecía tener un cartel de "frágil" pegado de lado a lado y de un momento a otro iba a estallar ese silencio tácito que había sobre el descubrimiento. Enrique lo presentía. Vio aparecer la figura que veía hasta en sueños. Las ropas, como de costumbre, cubiertas de tierra, el rostro sucio pero sin dejar de perder la belleza natural que brillaba con intensidad bajo el sol, mientras la brisa movía con gracia sus cabellos.
Finalmente, emergieron del yacimiento dos personas llevando con cuidado una manta, en cuyo interior estaba con seguridad lo que habían desenterrado en el fondo del yacimiento, quitándole a la tierra aquello que no le pertenecía y que por siglos había apresado con recelo.
Armaron una mesa de madera y colocaron encima la manta. La desplegaron y los arqueólogos ocuparon los lugares más cercanos a la pieza extraída. Enrique intentó acercarse, pero le resultaba imposible de momento. Veía a la doctora intercambiar palabras con sus colegas, llevándose repetidamente la mano al mentón en señal de desconcierto.
Había como pocas veces ante un hallazgo, poca algarabía y mucho temor. Por fin, la doctora lo llamó. Enrique corrió a su lado, sacando la libreta de apuntes, a sabiendas que le dictaría tareas a llevar a cabo y no quería olvidar.
Y así fue. Su voz angelical llegó a sus oídos como una sinfonía y sus dedos bailaron a su compás, garabateando de prisa pero con seguridad cada palabra por ella formulada. Le dictó casi tres carillas. El "gracias Enrique" detuvo su lapicera. Y fue allí que al fin llevó su mirada hacia el objeto desenterrado.
Su piel se erizó, como quién cree ver un muerto en el rostro de un desconocido en la calle. Dejó caer su libreta, llamando la atención de todos. Se quedó sin habla, sin poder creer lo que sus ojos veían. Aún sin depurar la totalidad de los residuos, con la tierra de miles y miles de año encima, y el daño habitual en todo artefacto o fósil que se rescata del olvido, allí estaba el colgante de sus sueños, de plata con detalles de oro y un amplio espacio para escribir las pocas palabras...
- ¡Enrique! ¿Te sientes bien?
Su mano delicada y suave se posó sobre la suya, sobresaltándolo. Ella vio el pánico en los ojos de su asistente, siempre sumisos, y no entendió que le pasaba. ¿Quieres ir a la tienda, a descansar?
A Enrique la voz melodiosa ahora parecía llegarle de otra dimensión. Y casi sabiendo que intentarían detenerlo, se lanzó hacia la mesa con una sola intención: mirar el otro lado.
Sintió que lo frenaban de los brazos e incluso lo quisieron tomar del cuello cuando osó a tomar entre sus manos tan importante pieza, pero no dudó en voltearla y casi soltarla del susto al ver estampadas en letras prolijas y en claro castellano "Te Amo. E.".
Cayó al suelo forcejeando, mientras uno de los arqueólogos le quitaba la pieza de sus manos. Vio los ojos sorprendidos de la doctora por su actitud y se sintió incapaz de poder explicar lo que sabía, impotente de no saber que había sucedido y mucho menos aún, que significaba todo ello. Casi sin pensarlo, se tapó los ojos y comenzó a llorar con fuerza, porque sabía que su amor ahora estaba a millones de años, lejos de todo razonamiento, atrapado bajo los sedimentos de lo misterioso, lo impensado, lo no explicable.
Supo que su amor, en pocas palabras, era irreal.

12 de diciembre de 2009

El enigma de la diosa cósmica

El más grande de los magos había intentado vencerla, cuando aún el tiempo era joven y las diversas razas, solo rumores. Pero había fallado. Otrora una insignificancia en la existencia, fue entonces consciente de su poder y destruyó al agresor.
Esparció su aliento por el cosmos, en la infinita espesura de astros, sin llegar jamás a conocer los límites del mismo ni tampoco necesitar saber de ellos. Sin días ni noches. Sin las horas ni los apuros, porque el tiempo como lo conocemos, le era igual de desconocido como de inservible.
Fuerza creadora, hechizó los destinos y se maravilló con la vida, vió fulgores resplandecer en crepitares brillantes de inagotable belleza y sucumbió ante la armonía de los elementos, ese equilibrio exacto, indomable, único, vital.
Su presencia inmaterial, el estar pese a no estar, el viajar sin viajar, su visión total sin necesidad de mirar, dueña de todo, hechicera poderosa y ambiciosa, la hicieron reina sin trono de un reino sin límites que nunca deja de nacer.
Y en los mundos regados a voluntad, ubicados por capricho y bendecidos con un soplo de eternidad, yacen presos quienes indagan respuestas a preguntas tan simples, encerrados en sus propios límites, sin más visión que la de sus ojos, tristementes delimitados a un solo cielo de la infinidad existente.
Se engañan estos, con ideales y principios, jactándose de avances y revoluciones, mientras reemplazan teorías con otras, escarbando en los interrogantes hasta sangrar de cansancio, en tanto los escenarios, si bien cambiantes, no hacen más que teñirse de rojo en cruentas batallas, sin importar las épocas, los nombres y los credos.
Y así sucede, en los mundos desperdigados, ignorantes unos de otros, en tanto ella, la poderosa hechicera, la que en un instante tan distante, en el infinito del universo, disfrutó al destruir a aquel mago perverso, ahora disfruta de su libertad expandiendo en su andar lo que es su existencia, su necesidad, envuelta en una inevitable marcha creadora, materializando lo que antes no estaba, ajena a esos astros que quedan en el camino, muchos convertidos en soles, otros en planetas, algunos destinados a perdurar, otros a dejar de existir, pero en todos los casos, a dudar, a no saber, a ser solo un enigma más detrás de esa doncella sin tiempo, dueña de todo, incluso de aquello que aún no existe y jamás podremos ver.

9 de diciembre de 2009

Luis y sus vientos

Qué difícil se me hace, aún hoy, hablar de Luis Suárez Ambrosi. En enero se cumplirán cinco años de su desaparición. Luis fue como un padre, un maestro, un guía. Pero también fue el camino hacia una pesadilla de la que aún me cuesta despertar.
Lo conocí en la universidad. El dictaba clases y yo era un simple muchacho que se ganaba la vida vendiendo café. Fue así que varias veces, mientras le servía un café sin azúcar, entrábamos en el juego del diálogo y a veces nos íbamos por las ramas, hablando de todo un poco.
No soy un tipo muy inteligente, pero me gusta leer. Y Luis, bueno, él era todo conocimiento. Dictaba la cátedra de geología, pero su pasión era la meteorología. Podía estar las horas hablando de fenómenos atmosféricos, de la presión, el viento, saltar de allí a las eras geológicas, trazar paralelos a través de millones de años... en fin, podía quedarme las horas escuchándolo.
Así fue que las primeras charlas de dos minutos se fueron extendiendo cada vez más, hasta acabar en el bar de la esquina, donde el café quedaba de lado y compartíamos una o dos cervezas.
Luis era una persona muy abierta, cordial, amable. Se preocupó por mi educación. Le sorprendió que alguien con mis conocimientos no tuviera estudios. Quiso que me anotara en la universidad, pero le tuve que ser sincero: no había terminado la secundaria. Me obligó a hacerlo. En una escuela nocturna.
No me resultaba fácil, porque desde la mañana trabajaba para poder ganarme la vida y llegaba a la noche rendido, exhausto. Luis se dio cuenta y una vez que terminé el último año me dijo: "Alejandro, demostraste que podías. No es necesario que sigas exigiéndote. Venite conmigo, que a partir de mañana sos mi ayudante personal".
Y así largué la cafetería ambulante y comencé mis tareas como asistente de Luis. Estaba en sus clases, manejaba su agenda e incluso en ocasiones acudía a entrevistas o reuniones en su nombre. Tal era la confianza que me tenía.
No recuerdo con exactitud cuando fue que Luis empezó con las ideas raras. Pero a partir de allí, él cambió. O sus objetivos cambiaron.
Si recuerdo que una mañana me dijo "desde mañana ya no vamos a la universidad". No entendía la razón, estábamos a mitad de año. Le pregunté si había pasado algo, alguna pelea, alguna confrontación con el rector, con otro profesor, pero no, negó con la cabeza y arrojó delante de mi pocillo de café (siempre había café, no podía faltar) una carpeta con más de cincuenta hojas.
¿Qué es? farfullé, pero me di cuenta que quería que lo leyera. Mientras miraba las primeras hojas, tomó su abrigo y se fue. Quedé en el estudio que tenía sobre la avenida hasta vaya a saber que hora de la madrugada, leyendo la hipótesis que Luis había preparado en los últimos meses y que ahora se proponía comprobar.
Es imposible, me dije. Debe ser una broma. Sacudí la cabeza varias veces, me preparé más café y finalmente me fui a dormir a mi departamento. Por la mañana lo llamé al teléfono y ni bien escuchó mi voz largó su pregunta: ¿Y qué te parece?. No supe que responder, pero me animé a un "¿no es una broma, verdad?.
Pensé que se iba a enojar, pero al contrario, dejó escapar una carcajada. Así era Luis. Inmediatamente me dijo "sabía que dirías algo por el estilo, es más, de ahora en adelante voy a tener que acostumbrarme a que tilden la idea de tal".
Si, coincidía. Seguro tildarían la idea de broma. Broma de mal gusto. Y así fue, con los primeros inversores que entrevistó para sus fines de investigar la hipótesis.
Es que, imagínense, un respetable académico, con títulos de geología y meteorología, en un momento cumbre de su vida se propone realizar una investigación de enormes proporciones, anunciando que será algo revolucionario y que por lo tanto ha debido dejar de lado la docencia y sale explicando que lo que quiere demostrar es que los vientos en lugar de movimiento de masas de aire están conformados por las almas de los muertos, bueno, sin dudas, o bien hace reír a carcajadas al inversor o bien, se gana el título de loco grabado con fuego en la frente.
Discutimos varias veces y en lugar de amilanarlo, solo lograba entusiasmarlo más. Veía en cada objeción, un obstáculo más que debería superar buscándole la explicación. Me hablaba entonces de las zonas calmas, donde los vientos eran brisas, porque las almas estaban en mayor reposo. De regiones de vientos fuertes, por pasados vertiginosos, de catástrofes y masacres y por lo tanto, almas inquietas y hasta furiosas.
Me mostraba imágenes satelitales y garabateaba sobre ellas contornos no definidos que según su teoría daban indicios de la clase de almas que se movilizaban de un lado a otro del planeta. Juro que comencé a asustarme, no tanto por lo que proponía, sino por la salud mental de Luis.
Lo apreciaba mucho y comprenderán que escucharlo hablar de ese modo, sobre fenómenos físicamente demostrados, con teorías de siglos apoyadas en nuevas tecnologías como respaldo, pero intentándoles dar un nuevo sentido, tan irreal, tan extraño, me erizaba la piel. Me lo veía siendo llevado a la rastra a un manicomio y se me partía el corazón.
Fue quizá por eso que nunca le dije que no y que a partir de entonces comenzamos un recorrido por distintas partes del mundo que parecía, sería interminable. Llevamos la loca teoría por regiones remotas, muchas veces indagando en la soledad de los desiertos, en la frialdad de las noches polares, en la inclemencia del sol pampeano.
Divagaba sobre las almas, hacía apuntes aquí y allá, no cesaba de sacar fotografías y en todo momento pedía mi opinión, mis apreciaciones y yo... debo admitirlo, le mentía. No quería que se sintiera defraudado. Había abandonado todo para investigar su hipótesis. A dudas penas había encontrado los inversores, más por compromiso que por otra cosa.
Luis parecía un niño persiguiendo su cometa, en tanto el viento se empeñaba en llevarlo de un lado a otro, sonriente, pícaro. Y si, justamente era el viento su oasis en el desierto. El bálsamo tras una larga y dilatada carrera, donde se hizo de un nombre y de un respetable cariño.
No entendía la razón por la que arrojaba todo ello por el balcón, persiguiendo una loca teoría que solo él podía creer. Y en teoría, yo también. Pero mi devoción por Luis fue más fuerte que mi convicción de lo que estaba mal y lo ayudé. Caminé junto a él cada palmo de la pesadilla.
Hasta que pasó lo de Aragón. Hace cinco años Luis quiso estudiar los vientos del Valle del Ebro. Allí, en una vasta región del noreste de la Península Ibérica por donde corre el río Ebro sobre una falla, existe un viento bastante peculiar.
Nuestra guía, Paloma, nos dijo que no debíamos internarnos en la región en pleno invierno. Decidimos seguir por nuestros medios. El Valle del Ebro está limitado por la cordillera de los Pirineos al norte y la Cordillera Ibérica al sur. En alguna parte de allí, nos perdimos.
La temperatura había descendido a cero grados y el viento era constante. Según Luis, debía estar en los cuarenta kilómetros por hora, un poco más velo que lo normal, pero no alcanzaba ni a estar cerca de las velocidades máximas. Por mi parte, no podía creer que pudiéramos mantenernos en pie a esa velocidad, no quería imaginarme más rápido.
Intenté convencer a Luis de buscar refugio, pero se negó rotundamente. Me dijo que preparara la cámara digital de alta definición que llevaba a todas partes y que estuviera listo. Siempre me decía lo mismo, quería fotografiar el viento y encontrar en las imágenes sus tan esperadas almas. Lo hacía en todas las latitudes. Pero fue allí en tierras de Aragón que lo noté más entusiasmado.
"El cierzo - me gritó por encima del sonido del viento - así es como lo llaman. A mitad del siglo pasado midieron su velocidad en más de ciento sesenta kilómetros por hora. Casi una década después de que terminara la guerra mundial y quince que finalizara la guerra civil española. Y ten en cuenta algo Alejandro, cuando el Cierzo avanza, la temperatura disminuye".
Asentí con la cabeza, buscando de reojo algún refugio o paraje donde no quedar tan expuesto. Una de las claves en su teoría, era la temperatura. No bajaba a causa del viento en si, sino de las almas, que son frías. Y si uno le refutaba sobre los vientos cálidos, se reía y decía "almas que no han sufrido".
El viento parecía me iba a arrojar al suelo en cualquier momento. Luis se aferraba a un árbol y tomaba notas, mirando de frente al viento embravecido. "Luis, Luis -grité en vano - busquemos refugio".
Me hizo un gesto con la mano, sin mirarme. Soltó el árbol. Ví su rostro al girar hacia mí. Sonreía. Sus ojos estaban iluminados, radiantes. Fue la última vez que ví su cara aquerenciada de arrugas. La giró de nuevo, en dirección al viento y con su mano alzada hacia el cielo me señaló algo y entonces, las vi.
El viento estaría entonces a más de cien kilómetros por hora y la temperatura a diez o doce grados bajo cero. Pero todo ello era secundario, había dejado de preocuparme. Alcé la cámara y disparé varias veces, absorto, maravillado. Cientos, miles, millones de pequeñas almas, avanzaban como un rayo pegadas entre si, empujándose, mezclándose, traspasando cada elemento de la naturaleza, no dejando piedra, roca, montaña, árbol, animal o ser humano sin tocar con sus manos invisibles, como tanteando con ellas algo perdido en el tiempo o bien, de dónde asirse para detener la marcha.
Miré fascinado la escena, el cuadro poderoso de sobrenatural encanto. Y busqué con mi vista maravillada a Luis, para asentir con una sonrisa, para decirle que ahora si creía, que ya no había mentira alguna en mi afirmación, que nunca se había equivocado y que el ciego era su ayudante, que loco no es aquel que cree si no el que no quiere ver... pero no vi a Luis.
Cuando el viento amainó, lo busqué entre los árboles, en los caminos, incluso por algunas barrancas. Antes que cayera la noche llegué al pueblo más cercano. Al amanecer emprendimos una búsqueda, pero fue en vano. Tras una semana, me di por vencido. Regresé triste, casi huérfano.
Han pasado cinco años y aún me cuesta hablar de Luis. Nunca publiqué sus trabajos, ni siquiera he hecho mención a sus investigaciones en los ámbitos catedráticos. Temo que las borrosas fotografías no den cuenta de lo que ambos vimos con nuestros propios ojos y su respetable imagen quede tachada por la locura y la idiosincrasia de los que dicen saber porque otros se los han contado sin intentar llegar a sus propias respuestas.
He visto a las almas disfrazadas de viento surcar el Valle del Ebro a la misma velocidad en la que la luz de la luna llega a mis ojos. Los días de viento salgo a la calle y acaricio la nada, esperando así poder dar ánimo a esas almas errantes y vagabundas, especialmente a una, que extraño y mucho y que a veces susurra en una brisa mi nombre de amigo y eterno escucha, invitándome a tomar un café.

6 de diciembre de 2009

La puerta del pasado

Había algo raro en el bar de los Herrera. Mamá me llevaba de muy pequeño, de regreso a casa tras hacer los mandados. Allí se podía jugar la quiniela, pero no la oficial, la otra, la que no estaba permitida.
Con el paso de los años, los mandados eran mi responsabilidad, por lo tanto, jugar la quiniela a diario también. Así que cada mediodía, cargando los bolsos con lo comprado en el almacén, la verdulería y la carnicería, empujaba la puerta de madera ya sin lustre y transitaba los veinte o veinticinco pasos que había hasta el mostrador con mucha prisa, para hacer el trámite lo más rápido posible.
Don Herrera siempre estaba igual, cada larga y pálida, patillas anchas y el pelo enmarañado bajo una boina gris. Me escrutaba con sus ojos negros y sin hablarme ni esperar a que yo lo hiciera, estiraba su mano para recibir el papel en el que mi mamá anotaba los números a jugar.
Don Herrera sacaba entonces la lapicera que guardaba detrás de la oreja izquierda y buscaba en el bolsillo superior de su camisa la libreta donde llevaba las apuestas. Con cuidado miraba el papelito que yo le había dado y transcribía a la libreta. Finalmente doblaba el papel y me lo entregaba. Para entonces yo había sacado del bolsillo el dinero, que siempre era el monto exacto, y se lo entregaba, en silencio, como si existiera un acuerdo tácito de antemano entre ambos.
Una vez que le daba el dinero, pegaba media vuelta y prácticamente corría hacia la puerta. Jamás miraba hacia atrás, ni a las mesas, muchas de ellas ocupadas por los murmullos que llegaban a mis oídos. Mi objetivo era la puerta. El picaporte en realidad. Tomarlo, sentirlo en la palma y de inmediato, hacerlo girar y sentir el aire fresco del exterior, para luego inmiscuirme en la calle, donde me sentía a salvo, seguro.
Esta rutina fue un hábito hasta los quince o dieciséis años. Ya en los últimos años de secundaria los contraturnos hicieron que no pudiera ayudar a mamá en las compras y por ende, tampoco hacerle las apuestas en la quiniela.
El tiempo y el esfuerzo, claro, me convirtieron en doctor. La medicina me llevó por otros horizontes y los años me trajeron dichas y tristezas. Ya con familia, las visitas a la casa paterna se redujeron a cuatro o cinco por año. Es un proceso inevitable, me decía muchos domingos a la tarde, mientras contemplaba en soledad la caída del sol y pensaba en mis padres, mis hermanos y en como el destino nos lleva por senderos tan impensados y nos aleja de todo lo que alguna vez quisimos.
Y en esas ensoñaciones, vaya a saber uno por qué, siempre se me cruzaba la fachada del bar de los Herrera. Esa puerta maltratada por el uso, las paredes descascaradas, el piso de madera, el mostrador oscuro, las mesas distantes que no miraba, los murmullos habituales y el rostro de don Herrera, con su lapicera en la oreja.
La semana pasada internaron a mamá y me vine para el pueblo. Ya está bien, no fue más que un susto. Achaques de la edad, coincidimos con el médico de cabecera del hospital. Pero me di unas vacaciones del consultorio, de mi familia y me quedé unos días, con la excusa de cuidarla un tiempito, hasta que estuviese bien.
Esta mañana me pidió que le fuera a jugar la quiniela. Mientras que escuchar el pedido me arrancó una sonrisa, no pude precisar la razón por la cual un escalofrío me recorrió la piel.
Como cuando era joven, anotó sus números en un papelito y me lo entregó con la misma solemnidad de siempre. Buscó en su monedero el dinero e hizo lo mismo. Era gracioso, porque bien podría decirle que pagaba yo, pero no lo hice, como si el solo pensarlo quebrara el momento, la magia de regresar a un momento de mi vida, de repetir ese pasado que añoraba y atesoraba tan vívido en el recuerdo.
Caminé las cuadras como si el tiempo no hubiese transcurrido. Y la misma sensación de antaño, ese miedo paulatino que se apoderaba de mi, volvía a estar allí, a medida que los pasos me acercaban metro a metro al bar de los Herrera.
Y de golpe, la hora de afrontarlo. La puerta se me antojaba tan grande como entonces. Ni la medicina, el matrimonio, la familia forjada a cientos de kilómetros del pueblo, me habían preparado para repetir la historia. Sentía los músculos agarrotados. Me costaba llevar el brazo hacia la puerta. Pero lo hice.
Agaché la cabeza y apuré los pies. El suelo seguía estando sucio, cubierto de polvo, y los pasos eran otra vez entre veinte y veinticinco.
El mostrador. Los pocillos apilados en una esquina. Botellas en las estanterías que estaban detrás. Y entre estas y mis ojos, don Herrera. Levanté la vista. Imposible. El mismo semblante, las patillas anchas, la palidez a lo largo de ese rostro bajo el pelo enmarañado. Y ese detalle tan particular, el de la lapicera, que le daba el toque de irrealidad a la escena.
Sentí como se me erizaba cada centímetro del cuerpo, mientras los murmullos de las mesas cercanas llegaban nítidamente a mis oídos. Pero así y todo, casi petrificado, estiré mi mano con el papelito de las apuestas.
Entonces, de una de las mesas, llegó un murmullo mucho más claro y fuerte que los demás que surcaban el aire, que encerraba mi nombre. Fue como volver de un sueño, sentí que los músculos se liberaban y entonces, giré en redondo y quedé de frente a las mesas, en un esfuerzo casi sobre humano, pero con el fin de ver quién había pronunciado mi nombre.
Pero en cambio, fue cuando todo se vino sobre mí. El pasado, el ahora, el miedo de ayer, el terror de ese momento. El instante, tan fugaz como eterno, paralizó mi corazón y me dejó en blanco.
No había mesas, no había gente, no había murmullos. Me di vuelta y ya no estaba don Herrera, ni el mostrador, ni la estantería repleta de botellas. Me quedé allí de pie, en medio de un salón vacío, escuchando el silencio que proviene de la nada.
La vieja puerta de entrada se abrió y un joven se asomó.
- Señor, disculpe, lo ví entrar desde el bar de enfrente. Supongo que hace mucho que no viene al pueblo, porque cerramos este salón hace unos veinte años. Ahora estamos cruzando la calle. Soy Mauro, el más chico de los Herrera, no creo que me recuerde, pero yo me acuerdo de usted, claro que era más joven - me dijo sonriendo, con la calidez de la gente de pueblo.
Lo seguí, pero antes de cerrar la puerta de madera por última vez, me agaché a recoger la lapicera tirada en el piso. La reconocí en el momento y hasta creí que al querer agarrarla se iba hacer humo en mi mano, pero no fue así. La puse en el bolsillo y crucé la calle.
Comprendí que la vida era una continuidad imposible de frenar y que cada uno colocaba sus anclas mentales allí donde más las necesitaba, para aferrarse, para poder seguir. No había nada raro, tan solo nuestros miedos. Y de vez en cuando, muy de vez en cuando, la magia de lo irreal salía de su escondite para jugar con nosotros y ante ello, había que permanecer con los ojos abiertos y nunca salir huyendo.

1 de diciembre de 2009

En la oscuridad remota

Me dejó de importar cuando la luz que se filtraba por las hendijas de metal un buen día dejó de estar.
Aún me traían algo de comer en un plato hondo, que parecía estar hecho de arcilla o barro cocido. Solo bebía pequeños sorbos de agua que llevaba a mi boca con la mano.
En las noches escuchaba el martilleo lejano y repetitivo de las armas, que a veces el viento haciéndome un favor llevaba bien lejos.
Por la mañana me despertaban los pasos apurados, los correteos de los hombres preparándose para ocupar sus lugares allí en medio de la nada.
Si hacía calor, el lugar donde me tenían encerrado se convertía en un horno y la tierra, reseca, dura, era como una tabla caliente. Aprendí a soportarlo y ya no representaba un problema.
Cuando llovía, el agua podía llegarme hasta la cintura y por supuesto, debía permanecer de pie hasta que la misma remitiera.
En las pocas semanas de frío que se registraban en el año, me acurrucaba en un rincón y hecho un ovillo, tiritaba hasta que la inconsciencia me ganaba.
Sin embargo sobreviví a todo. Incluso a la falta de contacto. No me dejaban ver a nadie, ni siquiera alcanzaba a observar la mano que me traía el plato de comida.
La luz que se filtraba por las hendijas del diminuto respiradero ubicado en una esquina superior del bloque de cemente que me servía de prisión, era mi única garantía que aún estaba vivo.
Desde que la luz cesó, las ganas de vivir me abandonaron. Jamás me habían dirigido la palabra y mucho menos entonces para explicarme la razón por la cuál habían tapado las hendijas. Quizá de esa forma creían que mellarían mis esperanzas. Creían bien, sin dudas.
Ya la noche y el día se parecían tanto que terminé por perderme en mi propio tiempo, que definía por sonidos o situaciones, como la llegada de la comida, los pasos apresurados, los repiqueteos lejanos de las armas.
Pero sin la luz, incluso esas rutinas parecían tropezar una con otra.
Llegó el momento en que también dejé de comer. Y luego, de tomar agua.
Debilitado, en soledad, encerrado en mi propio tiempo, ajeno a todo lo que me rodeaba, sentí el desfallecimiento de cada centímetro de mi cuerpo.
La guerra afuera debía ser cruel, tanto como mi sufrimiento. Pero se habían olvidado de mí. Tanto mis captores como mis amigos.
De a poco aquella luz fue solo una ilusión de un pasado distante. En la penumbra del final de mi existencia, me embarga la nostalgia, el ayer. Me duele morir así, lejos de casa, de mi gente.
Mientras afuera se matan, en una guerra despiadada, mi mente se aleja flotando, aguardando la forma de viajar millones de años luz para regresar a Exsztrion, mi planeta.
Mi raza no pudo encontrarme. No los culpo. La invasión no era tan fácil como preveíamos. Los humanos demostraron ser fuertes. Ya mis tibios brazos están fríos. Los imagino violetas, casi marrones. La oscuridad es total, pero todavía no alcanzo a comprender si ya he cerrado los ojos o no.

28 de noviembre de 2009

Del no convencimiento de una teoría

Nunca creí la explicación científica sobre las denominadas babas del diablo, sin embargo ante los demás, al hablar de ello, la acepto por no poder encontrar otra repuesta a ese fenómeno que se da muy de vez en cuando, principalmente a fines de la primavera y el otoño.
La teoría dice que los blancos filamentos son elaborados por una clase de araña que segrega la sustancia al aire y en contacto con este, toma la consistencia y forma conocida, para luego, por la misma acción del viento, ser llevados de un lado a otro, emigrando los simpáticos bichitos con sus miles y miles de crías.
Lo cierto es que de niño, al notar la presencia de las babas, corría al techo de casa para ver como quedaban enredadas en las antenas, los postes, cables y ramas de los árboles, apuntando hacia el lado que iba el viento, en un espectáculo tan bonito como macabro.
Y no digo macabro por el calificativo que se le da popularmente, sino por la impresión que me generaba el tocarlas. Tengo que coincidir en que es la misma sensación que da tocar o enredarse con una telaraña, pero de todos modos, no comparto la idea que sean producto de las arañas.
Podría dar varios motivos, pero solo una historia alcanza para explicarlo. E incluso podría contarla el padre Enrique, sino fuese por el pequeño detalle que murió el mismo día en el que transcurrieron los hechos que me vienen a la memoria.
Aún era joven, pero ya no el niño que correteaba por las veredas detrás de su hermano mayor, esperando con ganas que le devolviera el juguete que le había quitado, con el solo fin de molestarlo. Mis días eran el colegio secundario, los mandados a mi madre y de vez en cuando, un intento frustrado de invitar a Marisol a tomar un helado.
Los domingos acudía a misa, cumpliendo el último deseo que me pidiera mi tía, en la antesala de su muerte. No me molestaba en lo absoluto, al contrario. Sentía un grato placer al poder asistir a esa reuniones de fe, donde, debo reconocerlo, encontraba una paz interior que pocas veces alcancé a descubrir posteriormente en mi vida.
El padre Enrique, un amante de la lectura y de la música moderna, secreto éste que guardábamos celosamente sus monaguillos, nos dejaba abierta una puerta trasera de la capilla para que llegáramos temprano y acomodáramos los asientos, para poder empezar la misa a las ocho en punto de la mañana.
La mención en plural se debe a Ismael y Julián, los otros monaguillos. Ese domingo llegué temprano, aún no se la razón, acaso el destino o la mala fortuna. Desde mi casa a la capilla había unas seis calles. Solía hacerlas en bicicleta, pero al salir al patio la encontré con las gomas desinfladas. Maldije a mi hermano, que la había usado último y sin pensarlo dos veces, me fui caminando, silbando por lo bajo una pegadiza canción que había escuchado en la radio mientras desayunaba.
Noté en mis primeros pasos que la noche se había ocultado pero nos había dejado un pequeño legado. Babas del diablo. Ya no sentía la misma pasión que de chico y mucho menos en ese momento iba a salir corriendo a encaramarme a algún techo. Más bien, intenté evitarlas. Había por cientos, en los árboles, en los tejados, los cables de la electricidad, en todas partes en realidad.
Mientras caminaba, no dejaba de mirarlas de reojo, como percibiendo algo y por las dudas, estando atento a no toparme con ninguna, pues no veía con gracia enredarme en ellas.
Mi aletargado cuerpo, de andar cansino y perezoso, apuró sus pasos casi inconscientemente. Lo mejor era dejar atrás la calle y buscar refugio en la seguridad de mi destino. Pero sombría encontró mi mirada el espectáculo luciferino de la torre de la capilla, enmarañada de punta a cabo de las babas del diablo, que ofreciendo una danza que parecían provenir del mismísimo infierno se movían ondulantes como invitando a perderse en sus entrañas.
Saqué la vista de tan horrible imagen pero no pude contener la exclamación de asco que la escena deparó a mis sentidos. No me di cuenta hasta entonces que la brisa se había convertido en un viento bastante obsesivo que no hacía más que hacer tambalear mi cuerpo en la medida que me acercaba a la capilla.
Grande fue mi sorpresa, cuando apurado por tomar el picaporte y abrir la puerta para alejarme del viento y las babas danzantes descubrí pasmado que la misma estaba cerrada. ¿Acaso el padre Enrique se había quedado dormido?
Lo llamé por su nombre, intentando hacerme escuchar por encima del sonido del viento, que para entonces rugía furioso, moviendo los ventanales y golpeando los paneles de madera que los protegían en días de tormenta. Grité embravecido, más por miedo que otra cosa. Las babas del diablo se desprendían por culpa del vendaval de la torre del campanario y volaban en mi dirección. Me protegía con las manos, pero era inevitable el contacto. Me cubrí los ojos y la boca, con temor y repugnancia.
Me alejé de la puerta y rodee la capilla. La puerta principal también estaba cerrada. Pensé en trepar por las paredes hasta lo alto del muro y saltar hacia el otro lado, pero con el viento era muy probable que cayera.
Mi corazón latía de prisa y mis nervios jugaban con el estómago. Las babas del diablo me ponían los pelos de punta y la preocupación crecía por el padre Enrique.
¿Dónde estaba? ¿Por qué no abría las puertas? Y entonces, escuché las campanadas.
¡El padre Enrique está en el campanario! me dije con una luz de esperanza, de la posibilidad inminente de que me abriera las puertas y huir, de esa forma del vendaval de babas del diablo que se había desatado en la ciudad.
Corrí hasta la puerta exterior del campanario y la encontré cerrada. Golpee la madera con violencia y varias veces. Le di tan duro que lastimé mis nudillos. Grité tanto que los pulmones amenazaron con reventar. El padre no me oía, sin embargo la campana sonaba con estruendo.
Fue entonces que comprendí que las campanas no deberían estar sonando. Que aún era temprano. Y en lugar de permanecer cerca de la capilla, me alejé de ella, con la intención de llegar a la vereda de enfrente y mirar hacia lo alto, hacia la campana misma.
Y si las babas del diablo me resultaban espeluznantes, aún más aterrador fue el cuadro que mis ojos presenciaron al levantar la mirada: aferrado a la campana, con sangre cayendo por la boca, ojos y nariz, yacía el padre Enrique, mientras la gigantesca copa invertida se bamboleaba de un lado a otro, haciendo sentir su tañido de lado a lado de la ciudad. Envolviéndolo, sin dejarlo caer, había alrededor de su cuerpo cientos y cientos de babas del diablo, cuya blancura comenzaba a teñirse de a poco con el rojo oscuro de la sangre de mi querido amigo.
Nadie jamás encontró explicación a lo sucedido y todavía en las noches, varias décadas después, puedo oír el sonido de las campanas confundiéndose con el viento y la voz de Enrique gritándome casi en un hilo de voz: "huye, huye, que las babas del diablo no caigan sobre ti". Despierto sobresaltado, claro. Y es muy probable que ese día, al salir a la calle, encuentre babas del diablo por doquier.
Por eso, señores, les puedo decir que le explicación científica a mi no me convence.

25 de noviembre de 2009

El canto de los grillos

Eran los grillos los que cantaban atravesando la brisa de la mañana. Los sonidos amansaban mis nervios en la oscuridad y acallaban el miedo que sentía en el interior.
Casi hecho estatua, me escondía en un rincón del cuarto de invitados de la mansión del viejo Jaime. Esperaba atento los movimientos del otro lado de la puerta, donde quedaba el pasillo y la escalera que bajaba a la planta inferior.
Llegado el momento, actuaría con el sigilo de la muerte, el atrevimiento del diablo y la decisión que impulsa la venganza. Al escuchar sus pasos, saldría a cobrar la deuda.
Varios aspectos del plan de todos modos, aún me alarmaban. Muchos "pero" sin resolver, dudas que no había sabido responder y cierta vacilación a la hora de determinar cuál ruido sería el correcto. Es decir, los pasos que escuchara del otro lado de la puerta de madera podrían ser los de cualquiera. Y entonces, me delataría antes de tiempo, arruinaría el factor sorpresa e impediría por imprudencia consumar la tan esperada odisea.
Las primeras horas del día desempolvaban sus rutinas. Escuché lejano el sonido de otras puertas, dejando de lado por el momento el canto de los grillos. Tragué saliva, respiré hondo. Agucé el oído. Podía sentir la intensidad de la adrenalina en los músculos del cuerpo, la rigidez de las piernas y el corazón latiendo con prisa. Tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos.
Estiré los dedos, estaban húmedos y un hormigueo los recorría sin piedad. Llevé una mano al bolsillo derecho y allí palpé el bulto pesado que hacía una panza hacia fuera en la tela. La pistola adormecida esperaba fiel el llamado a la acción. En tanto, era un objeto oculto, uno más en la misteriosa ecuación de la vida y la muerte.
Los pasos llegaron a mis oídos. ¿Serían los correctos? Avanzaban poco a poco y la suela del calzado o el pie parecía arrastrarse sobre el piso. El sonido era áspero, lento, espaciado. Como el andar de un muerto.
Estaba en el pasillo. Estaba allí. Mis manos se pusieron tensas, pero no dudé y tomé la pistola. La sostuve con fuerza, por miedo a dejarla caer. La espalda parecía no querer despegarse de la pared en la que estaba apoyada. El rincón parecía un lugar seguro, sin embargo era consciente que los pasos provenían del otro lado, que tenía que moverme, abandonar el escondite.
Intenté mover primero una pierna, pero no hubo caso, se quedó allí, como agarrotada. Mi pecho subía y bajaba, producto de la agitación, de los nervios. Me recordé lo de la muerte, el diablo y la venganza, pero no sirvió. Los pasos se hicieron más intensos, más audibles. Los supe enfrente de la puerta.
El cuello me transpiraba a mares, sentía el sudor en la piel, en tanto el corazón me daba un vuelco: llegado el momento, no era capaz de hacerlo. Mis manos permanecían duras, lo mismo que mis piernas. El estómago de repente amagó con doblarse en dos y me costó respirar por unos segundos.
Tengo que dominarme, me decía mentalmente en tanto era testigo del sonido de la puerta abriéndose, el chirrido tenue de las bisagras crugiendo en el suave impulso que manos anónimas le daban desde el otro lado. Una corriente de aire penetró al cuarto y llegó al rincón, donde hasta un rato antes solo llegaba el sonido de grillos distantes y pasos sospechosos. El aire era frío y tenebroso a la vez. Mis ojos ciegos pidieron socorro y mi mente se puso en blanco mientras garabateaba alguna idea de lo que estaba pasando.
Sentí un chasquido, breve pero real y la certeza de un revólver paralizó lo poco que se movía de mi ser. Intenté un lacónico lamento, pero supe que todos mis intentos por alcanzar la venganza no fueron más que ideas atrevidas de un joven poco amigo de la razón.

El viejo Jaimé disparó dos veces y su ciego invitado cayó abatido, dejando una gran mancha en la pared.
Debió haberse dado cuenta antes, el rostro le había sido familiar en la cena. Si no hubiese sido por ese sueño que lo sobresaltó, no habría escuchado a los grillos. Y solo quién entiende a los grillos, conoce la verdad y lo que está por suceder.
Vaya si lo sabía el viejo Jaime.

22 de noviembre de 2009

Cuánto

Cuánto, le preguntó el que estaba sentado en el otro extremo de la mesa.
Cuánto, se repitió él en su cabeza, pensando en lo difícil que era la pregunta. Por más increíble que pareciera, no era fácil responder. Por un lado, no era la cifra que dijese y si la misma parecía alta o no. No pasaba por alli. Iba más allá.
Pensó en el rostro de Elena, el de antes, joven y vital, y el de ahora, amargado, enfermo y repleto de arrugas y si acaso el culpable de las mismas era él.
No podía dejar de lado a Catalina, su hija. ¿Un año, dos o quizá tres que no la veía? Y no la volvería a ver, que era lo peor. Tan bonita, tan buena que era. Y se fue dando un portazo. Con su madre si, con ella tenía contacto.
No era el cuánto, no señor. Ni su padre, que desde chico le había endilgado los valores más importantes que había recibido en su vida, ni su madre, incansable trabajadora, comprenderían, aún mirándolo desde el cielo, donde seguramente, según sus creencias, debían estar en ese momento.
Menos aún, el cuánto encerraba todo lo que en los últimos años había ido perdiendo, día a día. Primero, la tienda de ropa. Después, la de zapatos. Tuvo que cerrar y se vinieron los juicios laborables. Y cuando lo creía perdido todo, después de vender el auto, llegó el remate de la casa.
En casa de sus suegros la situación no mejoró. No había quedado televisor, ni heladera, tampoco muebles. Cuando su hija se fue, dormía en un sillón, que al poco tiempo también desapareció. Y su pensamiento volvió a Elena, siempre tan leal, tan fiel, a pesar de todo.
¿Se arrepentía de todo lo perdido? ¿Era momento ese para ponerse a reflexionar sobre eso? Perdido por perdido, sin nada para apostar, qué significaba cuánto.
Y sin embargo, para apostar había todo.
Cuánto, volvió a preguntar la persona del extremo de la mesa.
Todo dijo él: "Apuesto todo, pero en contra de mi persona. Si el disparo sale, que cobre mi mujer. Está afuera, esperando".
Conociendo de antemano su mala suerte, llevó el caño a su sien y pensando en el dinero que Elena cobraría para seguir con la costosa quimioterapia y poder comprar nuevos medicamentos, apretó el gatillo.

20 de noviembre de 2009

Un pedido de auxilio

Esto me sucedió hace unas horas, mientras esperaba el colectivo para ir al trabajo, en la esquina de siempre, a la vuelta de casa.
Estaba allí, sin otra compañía que la de un perro que olfateaba unas bolsas de basura que alguien había arrojado en la vereda. Miraba de vez en cuando al animal, pero mi vista se ocupaba de observar el final de la calle, desde donde vendría el transporte.
De reojo percibí algo. Un movimiento a mi derecha, por encima del hombro. Algo fugaz pero que me llamó la atención. Cuando giré la vista alcancé a ver un destello oscuro en la base de un poste de una obra en construcción.
Primero pensé en que el perro había espantado un gato y era lo que yo había visto. Sin embargo estaba seguro que no era un felino. Había visto un destello oscuro. Como uno fogonazo, pero sin luz. Es difícil de explicar, lo se. Si es un destello, tiene que ser brillante. Pero este no lo era.
Y confirmé que no estaba loco.
Me acerqué muy despacio, olvidándome del colectivo. Había algo en la base del poste. ¿Una mancha? Podía ser. Me acerqué aún más y sentí en el aire olor a azufre. Pero eso no me detuvo. Llevé mi mano hacia ese lugar. Algo emitía calor.
No conforme, me puse casi de rodillas y apoyé la mano sobre la base. Me arrepentí al instante, pero no pude sacarla, una especie de electricidad atravesó mi brazo y me dobló del dolor, obligándome a cerrar los ojos e instalándose detrás de la nuca, como si alguien me estuviese sujetando con fuerza. Tanta que era como si me fuese a quebrar el cuello.
Caí rendido, como fusilado. La siguiente imagen es la de este cuarto, donde escribo estas líneas en un trozo de papel que por suerte traía en el bolsillo. He perdido mi mochila y hasta las zapatillas. Tampoco tengo lapicera. Estoy utilizando un escarbadientes, mojado en sangre de mis encías.
Son pocos los detalles que puedo dar. El cuarto es blanco y no tiene paredes, o al menos no las veo, pero he intentado tocarlas y camino sin llegar jamás a ellas. No ayuda que el suelo y el techo sean del mismo tono.
Lo único que es distinto, es una puerta negra, con apenas un orificio a altura de mis ojos. He intentado espiar, pero solo veo sombras oscuras que se mueven del otro lado, sin emitir sonido alguno. Pero no he distinguido formas ni nada que me sea familiar para poder describir.
Ignoro el tiempo que llevo aquí, pero dudo que permanezca por mucho más tiempo. He notado que mis pies se han vuelto tan blancos como la habitación y prácticamente no los veo. Intentaré enviar esta nota por debajo de la puerta y si acaso estás del otro lado y puedes ayudarme, te lo agradecería.
Si por esas cosas abrieras la puerta y te encontraras con solo el blanco de la habitación, no dejes de buscar. Puede que para entonces ya forme parte de la misma. Eso si, procura no cerrar la puerta.

17 de noviembre de 2009

El hombre que odiaba los tatuajes

De Evaristo Luna Montiel se conocen muy pocas cosas. Cuarentón, malhumorado, albañil y en los tiempos libres jardinero ocasional, este tipo fornido, de escasa cultura y pocas palabras vivía en la casa de rejas blancas pasando el kiosco de doña Esther.
Residía en el barrio desde hacía cinco años, pero tan solo tenía trato con los asiduos al bar de García. Recalaba en el antro pasadas las seis de la tarde y era difícil verlo marcharse antes de la medianoche. Botella de tinto en la mesa, sus vasos apuraban la bebida como si de agua se tratase.
Sin embargo dejaba pasar casi dos horas entre botella y botella, contemplando mientras tanto las partidas de truco o ajedrez que se armaban en las mesas vecinas.
Observaba, pero no participaba. De vez en cuando cruzaba algún que otro comentario, pero muy a las perdidas. Con los que más dialogaba era con los hermanos Moreira y don Sabino. A veces se lo podía ver hablando con Paco Ruiz. Eran contadas las veces que se lo vio reír. Una de ellas es la que trae a colación este relato.
Evaristo, en lo poco que se lo conocía, era un renegado por naturaleza. Odiaba a las vecinas del barrio que con excusas mediante se adueñaban de las veredas para hablar de los demás; los niños los molestaban con sus voces agudas y chillonas; los adolescentes les resultaban aberrantes, más aquellos de aspecto descuidado y palabras modernas; los hombres que veía con traje o bien vestidos decía que eran todos chantas; los políticos eran unos zánganos; los doctores unos mercenarios; los comerciantes unos ladrones; los bancos ladrones; la policía corrupta; la vida una mierda.
Pero si algo lograba hacerlo salir de sus casillas, violentarlo al punto de ponerse colorado de furia, eran las personas con tatuajes. Los aborrecía. Todos recordaban cuando cayó una noche al bar una parejita a tomar una cerveza y Evaristo notó un tatuaje en el brazo del chico. Se acercó a la mesa y lo increpó, el joven sin amilanarse le contestó y la situación terminó en un cruce de golpes con la policía llevándose a Evaristo y la ambulancia al chico.
Pero de eso había pasado un par de años. La noche a la que hago referencia fue hace unos días. Como siempre, Evaristo llevaba ya unas horas tomando. Serían cerca de las once. La luna brillaba con ganas, que casi invitaba a abandonar el vaso a medio tomar y salir a caminar sin destino ni rumbo, a perderse en la ciudad, con la sola obsesión de seguirla con la vista. Así de hermosa estaba.
Ignoro si Evaristo alzaba la vista alguna vez hacia la luna. Lo que si se es que sus ojos reposaban siempre en el fondo del vaso, como buscando allí alguna intrigante respuesta a vaya saber qué pregunta. Pero esa noche de luna, lo notamos extraño, podría decirse que mareado, pálido. No era un tipo que el vino lo afectara como para verlo perder el control de su cuerpo. Pero al pararse para ir al baño, notamos que se tambaleaba. Una fina capa de sudor cubría su rostro, inmaculadamente labrado por el sol, de mañanas y tardes expuestas en obras de construcción.
Cuando volvió del baño, alguien le señaló (creo que el más chico de los Moreira) que se había lastimado el hombro. Evaristo, que usaba camisetas blancas sin mangas, tenía debajo de la tira de tela del hombro izquierdo una mancha.
Miró con sorpresa dónde le señalaban y con asombro y hasta podría decirse, asco, vio lo que era un tatuaje en su piel. Graciosamente quiso retroceder, pero dándose cuenta que eso formaba parte de su cuerpo, se arrancó la camiseta.
Quedamos atónitos. La mancha era la conclusión de un enorme tatuaje que partía de su abdomen y se extendía por toda la franja izquierda de su pecho y terminaba, con una cola gigantesca, en el hombro. Una cola digna de un dragón atroz, cuyos ojos rojos parecían tener vida y las llamas que su boca despedían, daban la sensación de emitir calor.
¡Qué es esto! gritaba Evaristo, caminando hacia atrás, sin darse cuenta que llegaba a la pared. Se golpeó contra ésta y corrió hacia la barra. Sin pedirle permiso a García le arrebató la jarra de agua y se la volcó sobre el dibujo, con la intención de borrarlo.
Pero el agua resbaló y el tatuaje permaneció inmutable. Ni siquiera las llamas se apagaron. Evaristo nos miró a todos, como buscando un culpable. Pero nadie le había jugado una broma. Ahora eran sus ojos los encendidos. La furia ganaba la batalla. Tomó un cuchillo y se tajeó lo que antes parecía una mancha. Brotó la sangre, que parecía salir de la cola del dragón, pero que en realidad lo hacía del hombro. Paco Ruiz respiró hondo e hizo alarde de valentía poniéndose de pie e intentando sacarle el cuchillo, para que no cometiera una estupidez.
Pero solo logró que lo cortase en la mano. Volvió a su mesa presuroso y dolorido. ¡Qué nadie se me acerque! vociferaba como un león herido Evaristo Luna Montiel. Y por supuesto, ya nadie lo intentó.
Notando la sangre, giró su cuerpo buscando un trapo o acaso su camisera, la cual había arrojado segundos antes. No pudimos evitar soltar una exclamación. Volteó de inmediato y preguntó ¿qué? ¿qué?. Y le tuvimos que decir. Había otro tatuaje en su espalda. Una serpiente enorme, de ojos amarillos y furibundos, reptando hacia sus omóplatos.
Buscó un espejo, pero en la desesperación tumbó una mesa. Pisó los vidrios de la botella rota y también la de los vasos que estaban sobre la misma. Vimos la sangre que dejaban sus pasos, pues Evaristo solía ir en ojotas.
Se detuvo, agitado, con los ojos muy abiertos, asustado. Puso sus manos en la hebilla del cinto que sujetaba su pantalón y se la quitó. Casi esperando ver lo mismo que todos imaginábamos, se bajó los pantalones. A la vista quedaron sus calzoncillos slip azules, pero nadie se fijo en ese detalle.
Todos observamos sus piernas. Esos símbolos japoneses, mayas, egipcios y hasta árabes tatuados desde los tobillos hasta los muslos. Gritó muy fuerte, aterrado. Alzó el cuchillo y lo hundió en el muslo derecho. Cayó al suelo. Ninguno de nosotros se acercó. Ninguno se animaba. Siguió alzando y bajando su mano, con rabia, queriendo borrar esas huellas que dibujaban su cuerpo, que manchaban su existencia.
El chuchillo era un pincel rojo que bajaba con vehemencia y subía orgulloso, salpicando de sangre las paredes, los pisos, las mesas. Y los gritos trocaron por otra cosa aún peor. Risas. Evaristo reía, como nunca lo habíamos oído reír.
Era la locura en persona, los alaridos de quién ya se ha fugado a otras planicies de la mente. Exhausto, cayó rendido sobre el piso, inmerso en el charco de sangre que sin ayuda había creado. Escuchamos el tintineo del cuchillo al caer al suelo. No sabíamos si estaba muerto o desmayado. Nos fuimos acercando de a poco, temerosos que despertara tan loco que no nos reconociera.
En eso se abrió la puerta y entró la policía. Nos apartamos.
Nos llevaron hacia un rincón, mirándonos con desconfianza, pensando con seguridad que entre nosotros se encontraba el agresor. Luego llegó la ambulancia y los paramédicos hicieron lo imposible, pero era demasiado tarde. Lo último que vimos de Evaristo Luna Montiel, ese hombre renegado de pocos amigos, que odiaba con el alma el mundo, fue su torno desnudo, bañado en sangre y sin un solo rastro de tatuaje alguno.
Lo colocaron dentro de una bolsa negra, como las de consorcio, pero más grande y lo sacaron del bar.
Luego, los policías comenzaron con sus preguntas.

14 de noviembre de 2009

El inolvidable asado en lo del tío Aurelio

Qué es más bello para la amistad que los momentos que se comparten sin importar el precio. Esto lo sabía muy bien Esteban y su grupo de amigos.
Esa tarde los llamó a todos. Asado para la noche, en el quincho del tío Aurelio.
¡Si ese quincho hablara! Lugar sagrado para el grupo. El tío Aurelio era en realidad un abuelo de Esteban, pero le decían así porque era compinche y les había dado hacía años las llaves del lugar para que se juntaran cuando quisieran.
El primero en llegar fue César. Bajó del auto una heladera portátil y le anunció al asador: "Más te vale que tengas hielo, porque si los vinos que traje se calientan te vas de rodillas al pueblo a buscar".
Esteban le tiró con una rodaja de pan. Y le señaló la enorme bolsa de hielo de diez kilos que reposaba sobre una reposera.
- ¡Se van a derretir infeliz! se quejó César, que de inmediato se ocupó de meterla en el freezer.
- Recién saqué la carne del freezer César, cómo querés que lo guardara antes.
- Si, claro, como si hubieses tenido veinte kilos de carne en el freezer. No vengas con cuentos. ¿Te ayudo a salarla?
- No, dejame a mi. Andá viendo si están los cubiertos y platos en la cocina que no miré. Por ahí le tenemos que avisar a Paulo que se traiga algunos del restaurant.
Esteban ya tenía la carne cortada. La saló bien y la colocó sobre tablas de madera. Cubrió los cortes con repasadores para que las moscas no los sobrevuelen y comenzó a preparar el fuego. La parrilla, como siempre, inmaculada de limpia.
Chisporroteaban los primeros carbones cuando se escuchó el inconfundible motor de la vieja Ford 100 de Felipe. El freno, el portazo, el acento cordobés.
- ¿Qué haceis culiao, todavía no tenes servida la mesa?
- Claro, vos calculale siempre para venir a comer, para ayudar nunca. ¿Verdad?
- Eh Esteban, parai el carro hermano, que te estaba jodiendo nomás.
- Ya se, ayudalo al César que lo mandé hace media hora a la cocina a buscar los platos.
- Debe estar mirando el partido el culiao.
- Y mirá, conociéndolo. Juega el Congo contra la Isla del Codorno y lo mira.
Bocinazos. Los únicos que podían anunciarse así al llegar eran el Lole y Martín. Los primos sean unidos. Uno más loco que el otro. Locos lindos, por supuesto.
Hasta César regresó de la cocina para salir a recibirlos.
- Esteban querido, tanto tiempo, qué alegría cuando me avisaste del asado.
- Te tenemos perdido Martín con el estudio. En cambio tu primo debe tener callos en los dedos de tanto rascarse.
- Pero porqué no te vas...
- Jaja, seguro que si Esteban, si mi tía me llama cada dos días para contarme lo muy productivo que es su hijo.
Empujones, risas y muchos mosquitos revoloteando en los brazos. Alguien sugirió repelente y otro lanzó un "maricón" que atrajo nuevas carcajadas. La noche comenzaba a tomar calor y no solo por el fuego, que ahora crepitaba intenso, dejando a punto el carbón.
Los primeros vasos cargados de cerveza comenzaron a circular. Aún faltaba gente. Adrián llegó casi de inmediato y unos quince minutos después, Pablo. Se sumaron rápido a la charla y a la ronda de cerveza.
- Che, por qué no van viendo quién prepara las ensaladas. Ya puse la carne al fuego.
- Epa epa epa, se pone lindo ésto. ¿Y el Duque? ¿El Duque no vino?
El Duque era Hernán. Infaltable en estos encuentros, la chispa ideal para arrancar sonrisas o traer un recuerdo de esos que parecen olvidados en un rincón de la memoria.
- Esteban ¿le avisaste al Duque?
- Si, le dije. Me dijo que venía.
- ¿Verdad que se pelearon hace un par de semanas? le preguntó César.
- Fue una tontería - respondió Esteban - Le salí de garantía con lo del auto y el turro se hizo el sota con un par de cuotas, pero ya está.
- Algo me dijeron pero viste como es la gente, habla al pedo y cuando te hablan de los amigos más vale preguntarles a ellos, al menos así pienso yo - dejó en claro César.
- ¿Pero pagó al final o tuviste que pagar vos? interrogó casi de la otra punta del quincho el Lole, que al final tomó la posta con lo de las ensaladas.
- Pagué yo, pero cambiemos de tema ¿les parece?
Estuvieron de acuerdo con Esteban y de inmediato se pusieron a discutir sobre la situación de la selección de fútbol, mientras el asador volvía a su puesto, de donde provenía un aroma a carne asada que hacía presagiar un éxito total.
Una hora después estaban comiendo en torno a la mesa. El Duque no apareció. César lo llamó al celular, pero éste sonó varias veces hasta que apareció el buzón de voz.
- Che, hijo de tu buena madre, estamos todos comiendo un asado de película y vos boludeando por ahí. Llegate si podés, estamos en lo del tío Aurelio.
- No te va a dar bola - dijo Martín - Si no vino para esta hora...
- Olvídense de él.
- Vos lo decís porque te cagó jaja - acotó oportuno Pablo.
Esteban ladeó la boca en signo de desaprobación. "Comé que se te enfría" sugirió. Pablo le guiñó el ojo, pícaramente.
Embelesado por la comida, Paulo palmeó a Esteban.
- La verdad, te pasaste. Qué buena carne. Mirá esta costilla. Mirá el huesito que tiene, es ternerita, muy bueno Esteban, muy bueno.
El resto se unió a los elogios y por supuesto, no faltó el famoso pedido del aplauso para el asador. Una que otra sonrisa volvió al rostro de Esteban.
El vino corría como río por las gargantas. Seis botellas vacías eran pruebas irrefutables de ello. Los rostros estaban colorados de tanto comer y tomar. Las risas explotaban constantemente, producto de las ocurrencias y el alcohol.
El clima era distendido, jocoso. Y de repente Felipe, cuyo repertorio de chistes parecía interminable, hizo un alto en el viaje del vaso de vino a la boca y disparó una broma contra Esteban: "Culiao, no lo habras matado vos al Duque ¿no?" y largó una carcajada, a la que se sumó el resto de la mesa.
Salvo, claro, Esteban.
Para sorpresa de todos, se puso de pie, visiblemente enojado. La silla fue a parar al suelo y el cuchillo cayó sobre el plato.
- ¡Basta! La verdad, me hartaron. ¿Qué quieren saber del Duque, eh? ¿Qué quieren saber? Si. Me cagó. ¿Lo llamé para que viniera hoy? No. No lo llamé. ¿Contentos?
- Bueno Esteban, dejate de joder, no es para que te pongas así. Somos amigos che, fue una broma nomás.
César quería calmar las aguas pero no parecía conseguirlo.
- Broma las pelotas, están jodiendo con eso desde que arrancó la noche. Ahora les importa ese hijo de puta. ¿Cuándo necesitó una garantía les importó? No, el único boludo que dio un paso al frente para darle una mano fui yo. Y mirá como me lo pagó. Pero está bien, por boludo me pasa. Por eso me revienta que ahora estén como estúpidos ¿y el Duque, y el Duque? O este imbécil "para mi que lo mataste".
- Eh culiao, fue una broma...
- Culiao tu viejo, dejame de molestar, ya te dije. Y todos ustedes también. Ya se los advertí. ¿En cuánto se creen que me estafó aquel otro? ¿Mil pesos? ¿Tres mil? No tienen ni idea. No pagó una mierda. Noventa mil pesos me sacaron. ¿O nadie pasó por enfrente de mi casa estos días? No, que va, si a nadie le importa lo que le pasa a uno. Enorme como esta mesa es el cartel: Se vende.
- Esteban, no sabíamos na...
- Se vende, muchachos. La casa que me dejaron mis viejos. ¿Se dan cuenta? No me queda nada. Todo por ese hijo de puta del Duque. ¿Pero saben qué? Ya está, no me importa más. Lo tengo más que asumido. Pierdo la casa, pago la deuda y me la cobro. En realidad, me la cobré. Vos pelotudo me preguntabas si lo maté. Si, lo maté. Le metí el mismo cuchillo con el que les corté la sangre hoy acá en el pecho, bien adentro, hasta sentir como se le rompían los cartílagos, los huesos. Y fui subiendo, abriendo un surco enorme, viendo como la sangre caía a borbotones, hasta que vi que los ojos estaban en blanco.
Hizo una pausa. Veía los rostros pálidos de sus amigos, notaba que el ambiente era otro, la algarabía había sido reemplazada por el miedo, y las risas, por el silencio. Tomó su vaso y bebió un sorbo de vino tinto. Luego prosiguió.
- Y lo más divertido, es que nadie me va a culpar. Porque ustedes serán mis cómplices en esto. Para eso están los amigos ¿o no?
- Esteban, no se que tendrás en mente pero...
- Paulo, te pido silencio. No les importa que tengo en mente. Los que les debe importar es lo que ya tuve dentro de mi cabeza y he consumado. El asesinato, limpiar el lugar, esconder el cuerpo, invitarlos para juntarnos, llegar antes que nadie al quincho, meter el cuerpo en el freezer, sacarlo antes que llegaran con las bebidas, cortarlo en trozos y salarlo, prender el fuego, asarlo y observar ansioso como ustedes se lo comían, devorándose con ganas la única prueba de mi venganza. Amigos míos, sin dudas que he sido el que más disfrutó este encuentro. Impagable, sin dudas. Brindo por ello y por nuestra amistad.

11 de noviembre de 2009

Reflexión cuando aún no es noche y se va el día

De noche, los días parecen cortos. Y de día, las noches inalcanzables. Con esa realidad a cuestas, el dibujante salió al balcón, buscando asirse de algún paisaje sobre el cual recostar la imaginación y dejarse llevar, lejos, en silencio, donde nadie lo molestase y pudiese, al fin, dar con esa imagen que tanto anhelaba para ilustrar, pero que no se le ocurría.
Observó el cielo, límpido y fatal, esplendoroso, mágico. Una invitación a la vida. Sin embargo, allí no había inspiración. Era solo un cielo. Uno más en aquel atardecer, en ese contrapunto de la jornada en el que no era ni una cosa ni otra.
Buscó su mirada un refugio para su imaginación en aquellas azoteas vacías de vida, de ropas colgando, de antenas obsoletas detenidas en el tiempo apuntando hacia un arriba que no pedía por ellas. Pero tampoco encontró las respuestas.
Las calles. Trazos gruesos con movimiento. Figuras que iban y venían, ajenas unas y otras. Los vehículos avanzaban por sus carriles, la gente por las veredas. De vez en cuando las intersecciones de sus existencias hacían que se cruzaran, pero no tenían nada en común.
Y su dibujo, su idea, la mejor de todas, permanecía allí, en la incógnita de no querer nacer, de no querer ser. Qué difícil era dibujar aquello que jamás había visto. Qué imposible le resultaba encontrar aunque sea una pequeña arista de la cual partir.
Entonces lo supo. Para dibujar el alma, debía verla con sus propios ojos, porque no había nada en el planeta que se le comparara. Sin dudarlo, se trepó a la baranda del balcón y sin pensarlo, se arrojó al vacío. Vería el alma desprenderse de su cuerpo y la dibujaría con el último estertor, velozmente, en un solo trazo. Sería su legado, su aporte a la humanidad, aquello que trocaría su existencia hacia la inmortalidad.
Solo un segundo antes del impacto, mientras contemplaba casi fugazmente el fin del atardecer, con su mezcla habitual de colores, digna de una paleta angelical, se percató que había dejado los elementos de dibujo sobre la mesa de su estudio, nueve pisos más arriba.

8 de noviembre de 2009

La señora de la limpieza

La señora de la limpieza es como un fantasma, nadie la ve, nadie la nota y mucho menos, nadie la saluda. Ella viene y va, lampazo en mano, empujando el carrito en el que lleva sus elementos para higienizar.
Se conoce cada pasillo del edificio, el destino de cada puerta y los peldaños de cada escalera. Observa a diario a empleados, ejecutivos, clientes sin importarle que ninguno de ellos se detenga en su persona. Es parte del oficio, se miente.
Los rostros cambian con el tiempo, algunos se van, a otros los echan, llegan novatos, transfieren gerentes, el movimiento es continuo, como el péndulo que amenazaba en aquel cuento a un personaje de Poe.
Las horas marchaban sin piedad, pero ella se sentía anclada en el lugar. Desde el alba hasta la última estrella que se posaba sobre el manto negro de la noche, su tarea es la de limpiar. Y gracias a su esfuerzo, todo permanece impecable, perfecto.
Para la gente que allí trabaja el orden y la limpieza es tan natural que nadie se pregunta quién es la responsable. Parte de ingratitud, parte de comodidad. Pero a la señora de la limpieza no le importa. Lleva sus buenos años sabiendo de la poca gratitud humana.
En cambio, para los responsables de la gerencia de mantenimiento es todo un misterio saber quién conserva todo limpio, porque desde que se muriera Etelvina, diez años atrás, nunca necesitaron contratar a alguien más. La higiene se conserva por si sola, como si irónicamente el fantasma de ella permaneciera en el lugar.

5 de noviembre de 2009

Imposible

El doctor lo escuchaba atentamente, detrás de su escritorio. El aire acondicionado brindaba al consultorio un clima grato. Desde su silla, el paciente seguía preguntando, buscándole la vuelta a lo que sabía, era clínicamente imposible. El médico había estado explicándoselo la última media hora.
Terminó de hablar. Se hizo un silencio. Las voces atenuadas de la sala de espera llegaron a sus oídos, como conversaciones provenientes de otra galaxia.
El doctor dejó sobre el escritorio la birome con la que jugaban sus dedos y suspiró sin dejar de mirar a los ojos a su paciente.
- Gonzalo, entiendo tus ganas, tu predisposición a experimentar medicinas alternativas, pero no puede ser.
- Doctor, por favor, ya le dije, hágalo por mis hijos, por mi mujer.
- No es que no quiera Gonzalo. No puedo. Ya es tarde. Llevas muerto tres meses.

2 de noviembre de 2009

Poda sin respuestas

Perdido entre las hojas, lastimándome contra las ramas, sosteniendo con fuerza las tijeras de podar, a tres metros de altura, ganándole la batalla a la jardinería y a la tarea anual prometida al comprar la casa. De lo contrario el paraíso podía poner en peligro el ala este de la vivienda, robando su pintura o peor aún, partiendo sus ventanas.
La escalera plantada firme contra el suelo ofrecía una seguridad de todas formas inestable, pues la pericia en mi persona no era la indicada. Parecía un equilibrista en su acto más comprometido, jugando con la muerte ante miles de espectadores. Al menos en mi mente, jugaba ese rol.
Las ramas raspaban y cortaban y mi boca maldecía, aunque en voz baja, pues no quería despertar las sospechas de terceros, que seguramente intuían mi poca habilidad en la tarea, que año a año iba empeorando gracias a la edad que avanzaba irremediablemente haciendo que mi cuerpo se volviera cada vez más torpe e inútil.
Gruñía sin darme cuenta, cortando allí y acá, allá y aquí, tironeando y arrancando, sin ganas, molesto con la tarea. De vez en cuando descendía, cuidando de apoyar bien los pies sobre los peldaños, movía la escalera unos metros y volvía a la acción, a la lucha desigual entre la naturaleza y el hombre, ante las miradas fugaces de mi mujer o mis hijos, que solo pasaban de compromiso, para ofrecer un vaso de agua o preguntar algo no relacionado a lo que estaba haciendo, lo que, por supuesto, exasperaba mis nervios.
Fue en ausencia de ellos que noté el movimiento en la tierra y sentí la madera de la escalera cediendo. El sonido repentino de las bisagras abriéndose más de lo permitido.
En una fracción de segundos el mundo se dio vuelta. La estabilidad desapareció, la sensación de vértigo se transformó en un sudor frío que recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza y el cuerpo se tambaleó como un juguete. La gravedad asestó el golpe final. Como una marioneta cuyos hilos se cortaron, me sentí cayendo aparatosamente. Primero fue el impacto, la sensación de mil arterias explotando, de los órganos colapsando. Después el dolor, la agonía y de inmediato, la oscuridad llegando antes que la muerte.
Y luego, todo cesó.
Me vi desparramado en el suelo, la escalera inclinada hacia un lado, sostenida por unas pocas ramas. En mi frente se podía ver un corte profundo y mucha sangre alrededor, sobre la gramilla húmeda y fría. Mi cuerpo parecía dormido bajo el árbol y en la medida que ascendía, las hojas y ramas que no había alcanzando a podar aún, me iban dificultando cada vez más la visión.
Pero allí estaba, ahora en un contexto más amplio, en el que no solo veía el cuerpo bajo el árbol, sino también la casa, sus tejas rojas, el hueco de la chimenea y más allá el jardín de la entrada, el verde del césped, el camino hacia la cerca de madera.
Sin dolor, seguía subiendo. Pero no dejaba de mirar el cuerpo abandonado. Ese cuerpo que durante más de cuatro décadas soportó este ser que ahora se alejaba. Y ahora, allí tirado, tan distante, tan lejano.
De pronto vi correr a su lado quién era mi mujer que al fin había salido al patio, encontrándose con tan trágica escena. Y en la visión, de por si tan extraña, desde algún punto en las alturas que no podría definir, pude observar que el cuerpo se movía. Si, se movía, como despertando del golpe. Y entonces, con ayuda de ella, incorporó la espalda primero y luego, sujetándose a sus brazos se puso de pie.
Absorto en aquello que veía, me vi llevado a un plano celestial, donde la paz me atravesaba de lado a lado, obligándome a mirar hacia otro lado y dejar atrás el pasado.
Así es que siguieron mis días, ajeno ya a todo pensamiento anterior. Salvo uno, que aún me carcome en silencio y que tiene que ver con mi cuerpo y su nuevo dueño, porque ya no soy yo el que existe en la Tierra, usurpando la que era mi carne y viviendo con la que era mi sangre. ¿Quién existe en él? ¿Cuántos de aquí, en este plano de la existencia, fuimos alejados de nuestros cuerpos para ser cedidos a otros? ¿Somos reales, formamos parte de experimentos de seres superiores?
Las preguntas se unifican en ese único pensamiento que aún resiste de mi vida terrenal, pero cada vez afloran con menor frecuencia, en gran parte porque la paz que me rodea hace que todo fluya más lento y en parte porque, me doy cuenta, de a poco toda conexión con el ayer se va perdiendo, como si un árbol que nadie poda lo fuese ocultando entre sus ramas y hojas, haciendo de su existencia un misterio o un simple sueño.

30 de octubre de 2009

Los habitantes

Caímos en el pueblo luego de perdernos al tomar una salida equivocada de la autopista. Carlos avisó que el camino no estaba en su mapa, pero sus indicaciones no siempre eran confiables y nadie le hizo caso. Si no está, refunfuñó Luis, es que debe ser un atajo y así concluyó la discusión.
Al principio creímos que el lugar era como una especie de oasis en el desierto, un paraje inesperado que nos ayudaría a retomar el rumbo, el sitio ideal para detenernos, comer algo y preguntar como regresar a la hoja de ruta de nuestro viaje.
Nos detuvimos frente a una desolada plaza. El pueblo parecía abandonado, pero todo pueblo pequeño suele dar esa impresión y más aún en la hora de la siesta.
Joaquín y Enrique fueron los que se bajaron de la camioneta para preguntar en lo que aparentaba ser un bar, del otro lado de la calle. Carlos en tanto seguía ofendido porque nadie había considerado en su momento lo que había dicho y César, como siempre, era el encargado de apaciguar los ánimos.
Los dos que habían cruzado la calle regresaron con el semblante preocupado. En el bar no había nadie, aunque la puerta estaba abierta. Miramos alrededor y la idea de un pueblo fantasma nos asaltó a todos al mismo tiempo.
Pensamos en seguir viaje, en no perder ni un minuto más en tan desolado lugar. No recuerdo quién propuso entonces hacer un recorrido por las pocas calles que habíamos visto, como para confirmar la teoría que el grupo tenía. Hoy me arrepiento de no haber objetado la idea.
Ni siquiera nos subimos a la camioneta. Marchamos a pie por esa misma calle, hasta la primer intersección, donde la cruzaba una artería más ancha, que imaginamos, era la principal.
Todas las casas guardaban silencio sepulcral, aunque parecían estar habitadas: las ventanas abiertas, las cortinas descorridas, el césped corto y prolijo. César golpeó las palmas frente a varias de las viviendas, pero nadie respondió a su llamado.
Pasamos frente a un almacén, una peluquería y hasta lo que suponíamos, era un dispensario. Todos los lugares estaban abiertos, las puertas sin llave, pero totalmente vacíos en su interior.
Recorrimos dos o tres manzanas y decidimos irnos. Al volver a la plaza la camioneta no estaba. Y arrojados frente al bar, sobre la vereda, se encontraban nuestros bolsos.
Luis se puso furioso, era la camioneta de su padre. Nuestra preocupación comenzaba a ser entonces que tendríamos que marcharnos del pueblo caminando. Desde antes de llegar a ese sitio, ya habíamos vislumbrado en el camino que nuestros celulares no tenían señal. Por más que volvimos a probar, la suerte no cambió.
Con el sol a cuestas, partimos en grupo hacia el este siguiendo la línea imaginaria de nuestro recorrido. No habíamos hecho dos kilómetros dejando atrás el pueblo a nuestras espaldas, cuando divisamos a la distancia otro paraje. Sonreímos y apuramos el tranco.
A medida que nos acercábamos las siluetas nos resultaban familiares. Al llegar a la entrada de ese pueblo comprendimos que se trataba del mismo que habíamos abandonado media hora antes.
Aquello desafiaba nuestro razonamiento, nos acercaba a la locura. Discutimos sobre lo que estaba sucediendo pero no llegamos a ninguna conclusión. ¿Acaso la había?
Volvimos a intentarlo. Una y veinte veces más. Tomábamos siempre otra dirección, otro camino, pero al cabo de dos kilómetros llegábamos de nuevo a esa maldita entrada, como en una pesadilla.
Con el tiempo nos dimos por vencido. Anclamos nuestras fuerzas hace ya tanto que no lo recuerdo y nos quedamos en el pueblo. Vimos que había provisiones suficientes para subsistir.
Los primeros tiempos estábamos lo más juntos que podíamos, pero de a poco fuimos dejando de hablarnos, como culpándonos unos a otros de lo que nos había pasado.
Luego, cada uno fue apostándose en una casa diferente, haciendo alusión a una mayor comodidad. Nos convertimos en solitarios. De vez en cuando nos cruzamos en la calle, pero ya ni nos saludamos, como si fuésemos extraños.
Es que quizá lo somos. Debo confesar que recuerdo sus nombres porque los tengo anotados.
A veces quiero creer que no fuimos nosotros los que caímos en las garras del pueblo, sino otros, y que nosotros estamos en otra parte, viviendo nuestras vidas y esto es tan solo un mal sueño del que cuesta despertar.