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27 de septiembre de 2012

La hora de Gonzalo Ruiz

Como cada mañana, Gonzalo Ruiz llegó a su trabajo. Pasó por el hall del edificio, saludó a las recepcionistas y buscó el primer ascensor hacia la derecha. Era el que siempre utilizaba. En el décimo tercer piso caminó por un largo pasillo y tal su costumbre, se metió en la pequeña cafetería antes de ir a su oficina.  Se preparó un café con leche, le colocó azúcar y con la taza en la mano inició el trayecto hasta su puesto de trabajo.
Pero no alcanzó a llegar. La persona que lo interceptó era su jefe inmediato, un hombre joven al que doblaba en edad. Lo tomó del brazo como quien desea apartar a alguien para contarle una confidencia. La relación entre ambos no era la mejor. Lo sabían todos. A pocos años de jubilarse, con toda una vida dedicada a la empresa, Gonzalo creía tener el derecho de poder hacer observaciones a su superior, sin embargo, su jefe no las veía con buenos ojos.
Lo llevó hasta su despacho. Era espacioso, con paredes blancas, estanterías vacías y un enorme ventanal como corolario del escritorio. El piso tenía tanto lustre que cualquiera podía verse reflejado. El sol, al caer con todo sobre él mismo, se partía en brillantes haces que irradiaban en diversas direcciones.  El jefe se dirigió hasta su silla y se sentó con elegancia, al tiempo que abría uno de los cajones y sacaba un papel.
Gonzalo Ruiz esperaba que lo invitara a sentarse, pero su jefe no lo hizo en ningún momento. En cambio, arrojó el papel sobre el escritorio y, extendiendo una lapicera Parker en dirección a su empleado, ordenó:
—Firme.
Ruiz no quería acercarse. Intentó distinguir desde lejos lo que decía aquella hoja, pero la vista no era la de otros tiempos, y apenas si alcanzaba a ver el membrete de la empresa en la parte superior de la misma. Desde la silla, el otro hombre se mostró impaciente y repitió la orden.
—¿Qué es? —inquirió Gonzalo, que anhelaba poder ir a su oficina cuanto antes.
—Solo firme —reiteró el jefe, remarcando las últimas dos sílabas.
No tuvo más remedio que arrimarse hasta el escritorio. Buscó en el bolsillo superior del saco los lentes de lecturas y se ubicó en una de las sillas más próximas. Tomó el papel sintiendo una sensación fría en el estómago. Con el mismo miedo, lo acercó para leer. Lo hizo en forma pausada, casi deteniendo la respiración. Repasó luego cada renglón con extrema concentración. Dejó la hoja sobre la superficie de madera del escritorio y miró a su jefe a los ojos.
—¿Por qué? —preguntó.
Solo atinó a observarlo. Mientras jugueteaba con un llavero en forma de cuchillo. Era el único sonido que se escuchaba en la oficina. Gonzalo Ruiz no lo soportó más. Se puso de pie bruscamente, desplazando la silla hacia atrás, se apoyó con ambas manos en el escritorio y en un gritó exclamó:
— ¡Por qué!
Su jefe apenas se inmutó. Enarcó las cejas, guardó el llavero en un bolsillo y se puso de pie. Ruiz pensó que daría la vuelta al mueble que se interponía entre ambos e iniciarían una riña, pero en cambio, caminó hacia el vasto ventanal que los separaba del exterior, a trece pisos de altura, y se detuvo pensativo, mirando más allá del paisaje que la vista le mostraba, como quien observa el horizonte solo para encontrar su propio interior.
—Venga —le dijo, dándole la espalda.
Gonzalo dudó. Sentía la furia en su pecho, la mano aún temblorosa, aquella que había sostenido el papel que debía firmar. Se imaginó acercándose, empujándolo sin piedad, estampándolo como una mosca contra el vidrio. En su mente era capaz de hacerlo, a pesar de la edad, de su comportamiento siempre cauto. En algún punto de su ser, sabía que esa minúscula cuota de maldad que se necesita era probable.
Pero no lo hizo. Solo avanzó hasta situarse cerca de su jefe, mirando también hacia el otro lado del cristal. De alguna forma, respiraba ya más sereno, controlando así el impulso agresivo que lo había asaltado segundos antes.
—Mire por encima de todos esos edificios —le dijo su jefe—, vea cuán alto deben ir los pájaros para no chocarlos. No calcule la altura, no entre en detalles, así es como se pierde tiempo en la vida. A ninguno de esos pájaros le dan a elegir. Si no van alto, se estrellan. Ninguno de ellos discute, van hacia delante, aceptando los contratiempos. Usted no es como ellos. Usted choca siempre, a cada instante. Duda de la autoridad, de las órdenes, no le interesa volar alto, solo planear en lo seguro. Pero los tiempos cambian Ruiz, vaya que cambian. Todo se vuelve más complejo, se erigen edificios donde no los había y hay que adaptarse a lo nuevo, no queda otra, no hay otro remedio. Es así Ruiz, créame que a mí tampoco me ha gustado entregarle esa hoja, pero uno debe informar a la gerencia y es la gerencia la que toma esas determinaciones.
Recién allí buscó con la mirada a Gonzalo Ruiz.
—No quiero rencores Ruiz. Usted ha hecho mucho por esta empresa y le ha dedicado la vida. Pero es hora de otros aires. Firme por favor.
En ese instante a Gonzalo parecieron pesarle de repente todos los años de su vida. Las arrugas se hicieron más profundas, la espalda más encorvada, el cabello más opaco y sin brillo. Su figura se redujo, como si se marchitara. Su jefe trajo el papel que había quedado sobre el escritorio y puso en la mano casi agarrotada de Ruiz la Parker azul.
—Firme Ruiz.
Y Ruiz, que apenas podía sostener la lapicera, hizo un garabato extraño sobre la hoja. Era su firma, o al menos, la forma en la que pudo hacerla. La Parker cayó al suelo, ya no pudo sostenerla. El metal que recubría buena parte de la misma repiqueteó en el piso lustroso, mientras giraba sobre sí misma y se alejaba de los dos. Terminó su breve periplo a medio metro, al chocar contra una pila de ropa. Con el último vestigio de comprensión, Ruiz supo que aquello amontonado era su pantalón, sus medias, su camisa, su corbata, su saco…
Su jefe se acercó a la ventana y abrió uno de los paneles. La brisa fresca penetró con encanto y Ruiz sintió como se erizaban de emoción sus plumas.
—Adiós —le dijo su jefe, mientras él levantaba vuelo. Agitó sus alas y se fue en una exhalación, ya sin saber cómo responder a ese extraño sonido formulado por el humano en la habitación.

2 comentarios:

SIL dijo...

Me gustaría que me salgan alas, aún sabiendo que no duraría dos minutos vivas y me estrellaría contra el edificio de al lado.

Dos minutos de oxígenos son a veces mejor que mil años en una jaula de cristal.



Muy bueno, Netito. Muy bueno !



SIL

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

¡Qué final!
Lográs que la fantasía de las últimas oraciones nos parezca de lo más real, como todo lo leído (y disfrutado) hasta ese momento.
Excelente caracterización de los personajes, bien antagonista.
¡Excelente!
Saludos...