Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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29 de abril de 2014

Lo último que se pierde es la esperanza

La vio por primera vez a la salida de la clase de Teoría General de Derecho. Eran tantos dentro del salón que no había reparado en ella. Muy bonita, se llevaba todas las miradas a su paso. Pero era su cuerpo el que parecían bendecir los ojos de quiénes se perdían en ella con la mirada.
Todavía se preguntaba cómo era que no se había percatado antes de tan hermosa mujer, cuando comprendió que prácticamente la estaba siguiendo, sin sacarle la vista de la cola. Se detuvo y cambió de dirección en forma instantánea, algo ruborizado por la forma en que había actuado, casi de manera salvaje.
La volvió a observar al día siguiente en otra clase, ahora atento a su ubicación dentro de la sala. Pudo notar que eran al menos una docena los varones que trataban de acercarse lo más que podían hasta ella, incluso con pretextos inverosímiles, como el de pedirle la hora.
Sin embargo ella se mostraba reacia a los acercamientos, detalle que a él le agradó. Pero de la misma forma que el día anterior, siguió sus pasos al final de la clase. Esta vez, disimulando un poco más. Así pudo comprobar que tras esperar a dos amigas, se fueron juntas a almorzar a un bar a dos calles de la facultad.
Él se ubicó en una mesa cercana y mientras tomaba un cortado, hacía que repasaba unos apuntes sacados al azar de la mochila. Pero su atención estaba en ella, en sus cabellos oscuros que se deslizaban con elegancia sobre sus mejillas blancas, casi pálidas, que resaltaban sus ojos color café. En la silueta de sus hombros, que bajaban o subían al ritmo de sus risas y gestos. En la curvatura de sus senos, de buenas proporciones, ajustados bajo una prenda del color de la noche.
Había en ella cierta gracia, que muy difícilmente supiera describir. Era algo magnético, que creaba la atracción casi irresistible que sentía desde el día anterior. Tal fue su atención, que no tocó las medialunas que acompañaban la bebida caliente que fue sorbiendo de a poco, lentamente, sin perder detalle de lo que sucedía unas mesas más adelante.
Cuando ellas llamaron al mozo y pagaron, él hizo lo mismo, apurándose de acomodar sus cosas para poder salir al mismo tiempo y apreciar hacia donde se dirigía. Pero su emoción duró poco. En la esquina ella se apartó de sus amigas, a las que saludó con un beso, y se subió a un taxi, para esfumarse en una maraña de coches en pleno mediodía. Quedó desolado, pero solo fue un momento, porque sabía que la vería al día siguiente.
Repitió el rito de buscarla, de compartir la clase, de observarla de lejos, para luego a la salida, seguir sus pasos. Esta vez se sintió con suerte porque caminó hasta el bar sola. Dudó en sentarse en la mesa de al lado y cuando quiso ocuparla, una pareja de jubilados ya la había ocupado. Se tuvo que conformar con una ubicación algo retirada, pero desde donde podía verla de frente.
Tan solo tomó una gaseosa, recogió los apuntes que había desparramado sobre la mesa previamente y se retiró. Había dejado el dinero bajo el vaso. Ese movimiento lo desconcertó. Lo tomó de sorpresa y entre que metió las cosas en la mochila, llamó al mozo y le pagó el café que había pedido, ella le sacó ventaja. Quiso acortar la distancia corriendo, pero al doblar la esquina nunca imaginó que ella podía haberse detenido a mirar una vidriera. Como se suele decir: se la llevó puesta.
Cayeron los dos al suelo, de manera estrepitosa. No supo que era ella hasta que la tuvo debajo de su cuerpo, enredados de manera extraña y (visto desde afuera) cómica. Al comprender lo que había sucedido, cualquier intento de reacción escapó de su mente y de su cuerpo.
Ella, en cambio, gruñó, insultó y se lo sacó de encima empujándolo hacia un lado.
- ¡Estúpido, por qué no mirás por dónde vas! - fue la escueta y lapidaria frase que levantaba una paredón entre ambos.
Quiso explicarle, hacerle entender que todo había sucedido por el afán de no perderle el rastro, de saberla cerca, incluso, decirle del polo magnético que representaba para su corazón, la forma en que sus pensamientos se confundían mientras la observaba beber lentamente a la distancia. Quiso, trató, imaginó. Pero sus labios no se movieron, tensos, asustados. Y ella, furiosa, apretó los dedos en torno de la pequeña cartera que llevaba consigo y con violencia arrojó el golpe preciso, certero, poderoso, sobre la sien del chico que la había tirado al piso.
Despertó en la camilla de una ambulancia. Un médico le tomaba el pulso. A su lado, un policía revisaba un documento de identidad, que con seguridad sería el suyo. Más allá, en la vereda, divisaba a duras penas esa silueta encantadora, casi a los gritos con otro policía, señalando en su dirección. Las conclusiones apuradas que podía sacar de esa escena, no eran prometedoras. Seguramente ya lo había reconocido de la clase, de haberlo visto en el mismo bar... la situación tenía un solo nombre: acoso.
El uniformado que estaba con ella cerró una libreta donde había estado escribiendo y se dirigió hacia la ambulancia, dejándola sola, de brazos cruzados.
Al llegar hasta el otro policía, le dijo algo al oído. Su compañero asintió. Luego, le devolvieron el documento y se alejaron de la ambulancia.
- Lo vamos a llevar al hospital, para asegurarnos que no tiene ninguna lesión interna - le informó el médico, mientras cerraba la puerta trasera del vehículo.
En ese momento, aún dolorido, intentó abandonar la camilla y alcanzar la puerta. Pero al arrancar la ambulancia, lo único que consiguió fue precipitarse contra las ventanillas traseras y darse con dureza la cara contra el vidrio.
Lo último que vio, antes de caer de rodillas al suelo de chapa, era a los policías felices de hacer subir a la mujer de su perdición al patrullero, con seguridad para llevarla a declarar.
Pudo haberse puesto triste, pero en cambio, entendió que había un atisbo de esperanza. Si había denuncia, con seguridad la vería en alguna audiencia.
El médico, que salió disparado a pararle la hemorragia de la nariz, no entendía por qué carajo el joven podía estar sonriendo en esa situación.
- Cada loco con su tema - bufó en voz baja, mientras buscaba algodón en su maletín de primeros auxilios.

26 de abril de 2014

Quince tablas de pino

Quince tablas de pino, apiladas una encima de la otra, olvidadas en el fondo del galpón principal del establecimiento rural.
Las volvió a contar lentamente. Ignoraba cómo habían llegado allí y cuál era el propósito original de las mismas. Lo importante ahora era que le resultaban de suma utilidad. Casi como caídas del cielo.
Cada tabla debía andar en los cuatro metros de largo, por medio de ancho. El polvo se había acumulado sobre la áspera superficie oscureciendo el color natural de la madera. Sobresalían a la vista, como enormes lunares, los nudos de las vetas.
Eran ideales para cerrar el quincho que estaba construyendo en su casa. ¡Lo que se ahorraría! Su visita a aquel sector alejado del galpón había sido fructífera. Sin perder tiempo mandó a buscar a Euslaquio, un baqueano de su confianza que además manejaba un camioncito con acoplado con el que trasladaban cosas de un sector a otro.
- Quiero que me lleve esos tablones hasta el estacionamiento, Euslaquio. Luego veré como llevarlos para mi casa.
El baqueano se detuvo en seco. No demoró mucho en retroceder hasta donde estaba su patrón, aunque sin quitarle los ojos de encima a los tablones.
- Qué le pasa amigo? - preguntó asombrado - Parece que ha visto un fantasma.
El Euslaquio lo miró de soslayo, blanco como la leche. Si no hubiera sido un buen patrón, ya habría salido corriendo. Pero aquel hombre se merecía su respeto y también ser advertido.
- Mire mi jefe, yo que usted me olvido de esas tablas.
- No creo que nadie las reclame, si ese es su temor, vea que parecen abandonadas.
- Justamente, por algo están así, casi escondidas. Déjelas donde están, hágame caso.
- Quién se va a enojar, por favor Euslaquio, no dramatice.
- Le digo que se olvide, carajo!
El patrón se sorprendió con la reacción. Era lo que menos esperaba, aquel improperio.
Euslaquio se dio cuenta de su vehemencia y decidió que el misterio poco ayudaría al hombre, que solo veía en esas tablas el techo de su quincho.
- Esas tablas llevan el diablo en su interior. Fueron hechas del pino donde se colgó el Hilario Venancio Sánchez allá por los años ochenta.
- No me venga con cuentos del campo.
- Qué cuento ni ocho cuartos. Présteme atención. Este lugar en los ochenta estaba en quiebra. Así que el Hilario fue hasta el pueblo y por intermedio de la Pocha Zuliani, que tira las cartas y hace magia negra, le vendió el alma al diablo para no verse en la ruina. Las cosas mejoraron pero su vida comenzó a ser un tormento. Su mujer se fue con el dueño de una concesionaria de maquinarias agrícolas, su hijo se mató en un accidente de caza y por si fuera poco, por culpa de la diabetes le tuvieron que amputar una pierna. Así que tomó la decisión de atarse del cuello y dejarse caer de lo alto de su árbol predilecto, el pino que estaba frente a la ventana de su dormitorio. Pero la muerte fue poca cosa para Hilario. La gente del establecimiento comenzó a ver su figura deambulando sin sentido alrededor del pino, y casi siempre el fantasma del dueño terminaba colgándose otra vez del árbol, como si aquello fuera un castigo cíclico y eterno. La gente no dudó al tiempo en talar el pino. El tronco fue convertido en estas quince tablas. Las ramas, muchas de ellas, fueron echadas al parrillero para encender el fuego con la idea de hacer un asado. Sin embargo las llamas iniciaron un incendio que devoró gran parte del lugar. Nadie desde entonces ha tocado estas tablas. No seré yo quien lo haga.
El baqueano se llamó al silencio. Había dicho lo suyo. Podía ser un mito o una exageración desmedida de hechos reales, pero eso poco le importaba. Lo cierto es que no ignoraría el hecho de tener respeto y temor ante esa historia, más aun al estar viendo con ojos propios los tan nombrados quince escalones.
- Son creencias Euslaquio, no me joda.
- Haga lo que quiera. Si no me necesita para otra cosa, le voy a llevar unas bolsas de semillas al Reinaldo.
El patrón quedó a solas con las maderas dentro del galpón. Parecían tablas de pino comunes y corrientes. Les faltaba mucha lija, lustre y algún producto para protección. Se iba a arriesgar con todo lo que había escuchado? Lo dudaba. Sin embargo había algo en esas tablas que lo subyugaba. No sabía bien que era. Y tampoco se animaba ahora a averiguarlo. Solo podía estar seguro de una cosa: daría el alma por poder terminar ese quincho.
Las tablas tomaron nota de ese pensamiento.

23 de abril de 2014

En un tiempo remoto

La historia que les voy a contar sucedió hace mucho tiempo, incluso antes de la colonización de los planetas de Oximorea, en épocas donde la humanidad aún adoraba dioses paganos, la muerte era un proceso irreversible y las comunicaciones se realizaban mediante interminables tendidos de cables que cruzaban continentes y océanos.
En ese entonces, encerrado en su planeta original, el prematuro ser humano apenas si había concebido una idea certera de lo que era, de lo que todos conocemos hoy en día. El cuerpo era todavía considerado imprescindible y como tal, era el principio y el final de una persona. Como escuchan, les hablo de una era remota y hasta difícil de imaginar.
En una tierra llamada Vixaconxtituxion residía un hombre en su cuerpo de carne y huesos, llamado Venancio. Como todo hombre de aquella época, creía en el antiguo sentimiento del amor, en el que nuestros antepasados creyeron durante siglos hasta la oxagexación de la mente.
Venancio, cuyos hábitos diarios incluían los olvidados ritos del sueño, la alimentación y el trabajo, viajaba a diario usando sus miembros inferiores para trasladarse hasta la morada de la persona destinataria de sus halagos amorosos: una mujer de nombre Epifanía.
Pero, como solía ocurrir con ese equívoco sentimiento a lo largo del tiempo si importar el lugar y los protagonistas, no era correspondido. Es decir, Epifanía no amaba a Venancio. Puede que les resulte difícil entender la idea, confieso que le cuesta a mi mente, porque para comprender la esencia de ese sentir deberíamos desprendernos de toda la energía y luz que nos rodea al punto de apagarnos y convertirnos en el ser carente de sentido que eran aquellos primitivos seres humanos.
El regalo era una forma de convencimiento. Venancio lo practicaba con inútil insistencia. Pero ningún esfuerzo suyo era suficiente. La tonta creencia de que en el corazón, el órgano vital para la primera forma humana, residía todo lo concerniente al amor hacía de la existencia de Venancio un sufrimiento a toda hora pues su estéril intento de alcanzar la atención de Epifanía convertía su vida en un triste reflejo de la desazón humana.
El relato cuenta que harta la mujer del asedio de su enamorado, le dijo un día que aceptaría su amor cuando el ser humano conquistara el último planeta de la galaxia. Venancio, optimista, vio en esas palabras no un imposible sino una esperanza.
Hoy, a pocas horas de esa última conquista, renace el viejo cuento que ha sobrevivido miles y miles de generaciones, casi como un susurro del tiempo que ha sabido superar las barreras del pensamiento, la distancia, los multiversos, los plexoversos, la energía sideral, incluso, a la memoria colectiva misma, que es la que nos contiene como parte del eje universal.
Y ese cuento prevalece más allá de la idea primigenia de la promesa eterna en pos del amor imposible, sino como punto de partida de lo que hoy somos. Porque fue la descendencia de aquel hombre la que, valiéndose del progreso humano corporeo mental primero y mental energético después, la que se propuso el viaje interminable hasta este planeta lejano, el último de cientos de miles, con el que concluye la era más fructífera del género humano.
Hoy Epifanía debería rendirse ante Venancio, según las reglas olvidadas de aquellos sentimientos extintos. Tendría que doblegarse ante su condición, resignarse frente a la tenacidad del hombre que lejos de escabullirse de tremenda responsabilidad no solo la asume sino que además la planifica, la ejecuta y aliada con la memoria colectiva, la concreta a lo largo del tiempo, ese compañero no visible ni lineal que la humanidad conoce desde la primera hora.
A nombre de Venancio intensifico mi luz y brillo por su logro. Lejos estamos de sus creencias paganas y carentes de raciocinio, pero de algo podemos estar seguros. Si no fuera por aquel impulso químico mal entendido, de esa falsa religión del amor, nada de lo que somos sería posible. Somos el fruto de lo que nuestros antiguos llamaban una calentura. Y como corolario de esto que quería contarles, mis estimados camaradas, solo me queda la siguiente analogía muy en términos de aquellos tiempos remotos en las tierras de Vixaconxtituxion: hoy a Epifanía no la salvaría nadie.
¡A la conquista compañeros!

20 de abril de 2014

La cosecha

En calidad de abogado de la firma, concurrí a la principal bodega de la competencia. Allí me aguardaban dos matones de considerable tamaño. Tras presentarme y observar sus rostros adustos consultarse entre si, me llevaron casi a la rastra por un pasillo muy largo, que terminaba en una oficina cuya puerta principal estaba blindada.
Me arrojaron dentro como quien arroja una brasa al fuego, con el desdén propio de la altanería del poder. Caí de rodillas ante un escritorio de madera oscura, que debido a mi ignorancia general no supe precisar si era caoba o roble. De todas maneras, mi atención no estaba justamente en el mobiliario del lugar.
Un hombre vestido con traje de marca, habano en la boca y una copa de vino en su mano, me miraba desde el asiento de respaldo alto, que daba a un ventanal grande, a través del que podían apreciarse los viñedos de la bodega.
Me señaló la silla, como si fuera un irresponsable al haber caído al suelo tras el empellón de sus guardaespaldas. Me alisé la camisa, el pantalón y caminé lentamente hasta el único asiento disponible de este lado del escritorio.
Lo miré como si no hubiese pasado nado, guardando la compostura. Sabía que contaba con la ventaja. El maltrato era para inducir un impacto psicológico en mi conducta, para amedrentar el objetivo con el que me había apersonado en la famosísima estancia "El Zonda".
Comprendió mi jugada, lo vi en sus ojos. No iba a doblegarme tan fácilmente. Entonces buscó de un cajón otra copa, la colocó junto a la suya y sirvió vino de una botella sin etiquetar que estaba a sus pies. El color era perfecto, como así su textura. Podía palparse con la mirada. El sabor, llegaba con delicia hasta donde estaba.
- Malbec, cosecha 2001 - anunció.
No necesitaba traductor. Ejercía la abogacía, pero mis padres habían sido vitivinicultores toda la vida. Aunque eso el hombre de traje lo sabía.
- Buen año - acoté, aceptando la copa y llevándola con más ansias de lo que se notaba a mis labios.
Sonrió. Estaba relajado. Jugaba de local y esperaba mis movimientos. Quizá ese fue su error. Relajarse.
Saqué de mi maletín el expediente y lo dejé sobre el escritorio. Lo giré apenas como para que leyera las letras en rojo: Ejecución judicial.
- ¿Qué lo trae hasta aquí, Pereyra? - preguntó con desgano, a sabiendas de la respuesta.
- Se terminó el juego Saralegui - dije, saboreando las palabras, endulzadas con el rico Malbec.
Pereyra lo sabía, no obstante, iba a resistir. Se puso de pie y miró el ventanal. Los viñedos se extendían hasta el comienzo de las primeras colinas. El cielo azul le daba un tinte de ensueño. Aún de espaldas, comenzó a reír.
- ¿Sabe que si esto queda en manos de ellos, todo por lo que pelearon sus padres se pierde, se esfuma, se pica si prefiere el término? ¿Eso quiere Pereyra?
- A mi manera de ver, recupero lo que me pertenece. Esto en manos de los García Sotelo, queda bajo mi mando.
- ¿Administrando los viñedos de otros? ¿Usted cree Pereyra que esto pasa a ser suyo? Me hace reír, por esa razón sus padres confiaron en mí y no en usted. Ya lo decía entonces, cuando apenas era usted un purrete. Millonario de cuna, inservible para nada.
Quería desmoronarme, pero no lo conseguiría. Esperaba desde hacía años este momento, en el que vería al antiguo capataz suplicando por piedad, despojado de todo. Ya no iba a reír más, ni pondría en la comisura de los labios esos caros habanos cubanos. Mucho menos, podría disfrutar de un Malbec más allá de una cosecha cercana.
- Está acabado, Saralegui - y en mi rostro se dibujó una sonrisa.
Saralegui en cambio, se quitó el saco, lo dejó sobre el respaldar de su silla, se sirvió otra copa y escupió dentro.
- Eso es lo que está haciendo, abogado sabelotodo. Escupiendo en el vino de sus padres.
- En todo caso, en el mío - respondí.
- Imbécil.
Reí. Estaba todo dicho. Saralegui se fue, escoltado por sus guardaespaldas. La bodega quedaba en manos de los García Sotelo. Yo era su abogado. Por ende, quedaba en las mías. Los viñedos volvían a su sangre, sepultando así el insulto familiar, aquella degradación, aquel reproche lejano, distante, que ahora se perdía en el tiempo. ¿Justicia? Tan solo una cuestión de tiempo.
Miré los viñedos, el escritorio, la copa en la mano, la botella a medio terminar. Todo mío. Volví a reír. Luego levanté el tubo y mandé a pedir que cambiaran el cartel de la entrada. Bodega Pereyra era ahora Bodega García Sotelo.
Solo al ver el nombre en lo alto, labrado en madera, días después, comprendí el significado de "imbécil".

17 de abril de 2014

¡Ha nacido el sucesor!

El profesor Estrada abrió la puerta de un golpe, para sorpresa de todos. El rector y el cuerpo docente quedaron absortos. No solo por el imprevisto, sino por el aspecto del catedrático: los ojos desorbitados, el cabello enmarañado, las ojeras que delataban la falta de sueño, un lápiz sobre la oreja, manchas de cafe sobre la camisa blanca.
El hombre no se detuvo para buscar un asiento, ni siquiera prestó atención a los presentes. Como una exhalación cruzó el aula mayor y cerró la única ventana abierta, y tras mirar sobre el hombro, casi como alguien parodiaría a un paranoico, corrió también las cortinas, sumiendo al lugar en una oscuridad más notoria.
Algo desentonaba en el aspecto cataclísmico del profesor. Su reloj de oro, con el que lo premiaran un lustro atrás, por ser la eminencia viva más importante del colegio, cuyos estudios e investigaciones eran utilizadas en cientos de universidades del mundo, seguía tan reluciente como nunca. Quizá era aquel el único detalle que permitía comprender al resto, que aquello no era un mal sueño.
La voz entrecortada y agitada de Estrada rompió el silencio que el mismo había provocando, aunque en ese instante, era ajeno al estupor que había causado.
- ¡Ha nacido! ¡Ha nacido!
Más sorprendidos que antes, los colegas se miraron con cautela. El rector, que parecía echar fuego por los ojos, claramente enojado por la actitud de Estrada, se puso de pie y lo exhortó a gritos a explicarse.
- ¡Y más vale que sea una buena explicación, porque esta interrupción constará en su legajo!
El profesor tardó en ubicar de donde venía la voz. Giró sobre sus talones un par de veces antes de quedar de frente ante la mesa principal.
- ¡La clave son los apellidos! - aulló como un poseso, corriendo hasta la enorme pizarra. Allí tomó un fibrón y en letras grandes, escribió:
m  a r  a d o  n a
El silencio seguía siendo el común denominador en el aula. Estrada golpeó rápido y varias veces el fibrón contra la superficie blanca. El rector dio un paso adelante pero otro profesor lo sujetó del brazo y cordialmente le sugirió que dejara que "hiciera el papelón". La idea no le disgustó para nada.
- El más grande jugador de fúbol que vi jugar y ganar todo hace casi tres décadas, tiene ocho letras en su apellido. Cuatro consonantes y tan solo dos vocales, una de las cuales se repite tres veces. Si a cada una de esas letras le asignamos un valor que coincida con la numeración que le toca por su posición en el abecedario, tendríamos como resultado tras la suma de todas, de sesenta y nueve.
Es decir, que si
m   a   r     a   d    o    n  a
13   1  19   1    4  16  14  1 =  69
Nadie entendía nada. Mucho menos como podía ser posible, que una figura de la física en el país estuviera divagando sobre una personalidad deportiva de un juego de masas, cuyas reglas eran desconocidas por casi la gran mayoría de los presentes.
- Ahora bien - prosiguió Estrada - Tenemos ahora a otro maravilloso jugador, quizá tan maravilloso como Diego Armando. Veloz, exquisito, preciso, único. Su apellido tiene apenas cinco letras, tres son consonantes y dos vocales que no se repiten dentro de la misma palabra y, aquí un dato a tener en cuenta, tampoco con las vocales del apellido Maradona: es decir, la e y la i. Fíjense:
m  e  s   s   i
13 5  20 20 9 =  67
- ¿Lo ven? ¿Ven las vocales? A, e, i y o. Ambos empiezan con M. ¿Ven los patrones? ¿No comprenden? Bien, los ayudaré.
Estrada dejó la pizarra atrás y fue hasta la pared opuesta a las ventanas. Revolvió entre sus bolsillos y extrajo un aerosol negro.
- El próximo gran jugador de fútbol, el que será llamado a suceder a Maradona y Messi, también será argentino. No solo puedo afirmar eso, sino también, darles a conocer su apellido.
Se escucharon risas en la sala. Algún que otro comentario sobre si toda esa pérdida de tiempo formaba parte de una broma. El rector encolerizado le hacía señas a Estrada para que concluyera con el teatro que estaba haciendo.
El profesor no lo vio y si lo hubiera visto, no le habría hecho caso. Destapó el aerosol, lo agitó y trazó en la pared una M enorme.
- Maradona, Messi... y el próximo, el mejor jugador de todos los tiempos, también empezará con la misma letra... la M.
Hizo un silencio, esperando la aprobación. Sonrió al no obtener la respuesta deseado.
- Me creen loco. Ya se. Fíjense los valores asignados, uno suma sesenta y nueve y el otro sesenta y siete. La próxima gran estrella argentina del fútbol mundial sumará con las letras de su apellido, sesenta y ocho. Tomen nota también de la disminución de letras de Maradona a Messi. Vean el uso de las vocales que no se repiten. Y una vez considerado todo esto, pongan una U como segunda letra.
Con el aerosol hizo una U desproporcionada, que ocupó al menos un metro de ancho. El rector se tomó la cabeza. Si era necesario, lo mandaría al propio profesor a pintar esa pared, como castigo.
- Sesenta y ocho.
Y entonces, fue pintando entre la primer y segunda letra, otra más. La H. Y al final, una X.
- Sumen mentalmente mientras coloco los valores debajo- dijo.
m  h  u   x 
13 8  22  25 = 68  
- ¡Mhux, colegas! ¡Mhux es el próximo gran jugador de fútbol! Y lo que pocos saben, es que... ¡ha nacido!
El aula siguió en silencio. Un contraste entre su jubilo y la reacción de su público. Pero Estrada no se amilanó. Estaba seguro de tenerlos cautivos.
- Maradona nació el 30 de octubre de 1960. Veintisiete años más tarde, nació Messi, un 24 de junio de 1987. Sigamos el ciclo, sumemos veintisiete años otra vez y llegamos al 2014. ¿Cómo saber la fecha? Fácil. 
A 3010 que es la unión de día y mes para el natalicio de Maradona, le restamos 2406, la fecha que vio la luz Messi. Obtendremos 604, es decir, 6 de abril. Apenas hace unos días, ha nacido en alguna parte de este país alguien de apellido Mhux, que nos deslumbrará a todos en pocos años más. ¿No es grandioso? ¿No merezco un gran aplauso? ¿Rector, usted que dice? ¿Por qué me mira así? ¿No entiende lo que acabo de explicar? ¿Rector? ¿Rec..
El profesor cayó desplomado contra el Mhux en aerosol escrito a sus espaldas. El ojo se pondría en compota rápidamente. El aula fue quedando vacía. Solo su cuerpo, tirado en el suelo, cobijado por la escasa luz que se filtraba entre las cortinas de los ventanales, le daba vida a ese espacio vacío, que de a poco se sumía en el silencio propio de la espera, ese silencio de aula que es la antesala del conocimiento.

14 de abril de 2014

Extrema obsesión

A Fernando, científico de mediana edad retirado tras un pico de stress, no le bastaba con estar informado. El quería estarlo al instante. Pero ese deseo se había transformado en una obsesión. Se pasaba horas delante de la computadora con decenas de pestañas del navegador abiertas, saltando de una a otra constantemente, tratando de no perderse ninguna novedad de último momento.
Contra la pared opuesta tenía un televisor bastante viejo, pero que aún emitía una imagen clara. Estaba siempre encendido en un canal de noticias. Muchos más modernos, de pantalla plana, eran los otros tres televisores colocados en soportes sobre la pared derecha. Todos sintonizados en canales informativos.
En todas partes, repartidos, diarios viejos, que parecían alfombrar el lugar. Había estado suscripto a dos periódicos, pero los había cancelado. No le veía el sentido al hecho de pagar por información atrasada.
El dinero que destinaba a los periódicos los empleaba ahora para abonar el servicio de noticias vía sms al celular. Aunque estaba dudando si continuar con el mismo, dado que jamás había recibido una primicia.
Cuando salía de su casa, iba pendiente del teléfono, en cuya pantalla de cinco pulgadas se las arreglaba para ir intercambiando entre el navegador con diarios onlines y aplicaciones que sincronizaban las últimas noticias en las áreas de su interés.
Sin embargo, todo aquello le parecía poco. Los hechos se sucedían continuamente, mientras se enteraba de uno, ocurría otro. Para cuando leía la información, cientos de otros eventos habían tenido lugar en el mundo. La lógica era entonces un puñal al corazón: no se podía estar informado de todo y mucho menos, al instante.
Debía entonces cambiar las reglas del juego. Anticiparse, estar un paso por delante. De esa forma, al menos, ganaría tiempo. Si lograba saber los hechos antes que sucedieran, podría disponer de tiempo para otras clases de informaciones, menos impactantes, pero importantes al fin.
La obsesión, como sucede siempre en estos casos extremos, lo alejó de sus amigos y familiares. A menos que fueran noticia, no tenía ni siquiera un segundo para ellos. La información lo era todo.
Cuando aquella mañana logró al fin interceptar una onda radial proveniente del futuro, primero creyó que se había quedado dormido y estaba soñando. Tenía su lógica. Hacía casi tres meses que estaba despierto. Salvo siestas durante breves períodos, se mantuvo trabajando para cumplir su meta. Las pocas horas que no ocupó leyendo o observando noticieros, había estado trabajando en una serie de antenas radiotelescópicas que había construido basándose en varios estudios que había leído sobre la búsqueda de señales extraterrestres.
Enfocó su búsqueda en los canales de la frecuencia del hidrógeno neutro, que es el elemento más abundante del universo. Es decir, una frecuencia natural óptima para la emisión y recepción de señales.
Su teoría era que en algún punto del tiempo, los hechos ya habían tenido lugar y que entonces, la información viajaba por el espacio, sin la esperanza o propósito de ser captada.
Mediante el uso de la onda continua, equipos radiotelescópicos y antenas, centró todo el esfuerzo en lograr su propósito y vaya que lo hizo.
¿Estaba soñando? Claro que no. El mensaje que iba descifrando al mismo tiempo que se registraba en el disco duro del ordenador principal conectado a los equipos era claro. Demasiado al punto de sentirse exultante, como hacía tiempo no le sucedía.
Acababa de interceptar una señal generada quince años en el tiempo. Se estremecía de solo pensarlo. Tomó los auriculares y no esperó a que finalizara la recepción de los datos. Podía captar la voz detrás del ruido. Era una transmisión del año 2029. El que hablaba era un periodista. No podía definir si de radio o televisión. Tan solo tenía la voz. Había nombrado fechas y lugares, nombres que desconocía y situaciones que parecían trágicas.
Fue tomando nota, a gran velocidad. La emoción era enorme. Las noticias estaban llegando y no eran buenas. Pero eran noticias al fin. Una gran guerra, líderes combativos, pueblos replegados ante la violencia. Sonreía, aquello era increíble. Muertes en oriente, muertes en occidente. Ataques por aquí y por allá. Un futuro trémulo, angustiante. Fernando alzaba los brazos en señal de victoria. Dejó de tomar apuntes. Quería darle descanso al brazo.
Se echó hacia atrás en la silla, mientras observaba con felicidad como en la pantalla de la computadora los indicadores daban cuenta de los datos que se iban grabando en el equipo. Miró alrededor y vio los televisores encendidos. En otra computadora, la pantalla plagada de periódicos online abiertos. Las hojas de diario en el suelo.
Lanzó una carcajada y meneó la cabeza. Tonto, se dijo mentalmente, casi burlonamente. Se había engañado durante años pensando que estar pendiente de la información iba a ser suficiente para afrontar el mundo en el que vivía. Lejos estaba de estar en lo cierto. Pero eso ahora había cambiado. Se puso de pie, avanzó hasta donde estaban los controles a distancia de los televisores y los apagó. Luego fue hasta la otra computadora y cerró el navegador.
Volvió a la silla y se puso nuevamente los auriculares. Ahora si. ¿Para que preocuparse por el presente si tenía a mano el futuro? Feliz, se puso a escuchar las noticias quince años antes que sucedieran.

11 de abril de 2014

Él, Ella, la vida (2da parte)

(continuación)

Él no desconfiaba de ella. Pero esa tarde mientras se hacía mala sangre porque las cuentas no cerraban y su cuerpo respondía a medias a las drogas que le daban para calmar el dolor, se topó por accidente con una revelación que lo desconcertó.
Detrás de la mesa de luz de Lola, que se chocó sin querer, por no mirar por donde caminaba, había un sobre papel madera, de importante grosor.
Pensó en dejarlo ahí, pero lo asaltó la curiosidad. ¿Por qué su novia guardaría un sobre detrás de la mesa de luz? Y en todo caso, si se le había caído, nada mejor que levantarlo.
Claro que Ignacio no se conformó con ponerlo sobre la mesa de luz. Nervioso, como si presintiera algo extraño, abrió el sobre. Y lo que encontró en el interior lo noqueó.

Estaba llegando a la facultad. Repasaba mentalmente un texto para la clase, pero la imagen de los billetes que había recaudado en la jornada le daban vueltas por la mente. ¿Tres, cuatro, cinco mil? Podía ser, había sido un día espléndido, con muchos clientes.
Mentalmente sumaba todo lo que guardaba desde que había empezado a concurrir a la esquina de la peatonal. Los números se amontonaban con alegría y se confundían con las teorías del iluminismo que por alguna razón querían abrirse paso en la cabeza de Lola, que a esa altura era conciente que no le iría muy bien en el examen.
Aunque poco le importaba.

El celular, a tan solo dos pasos del aula. Estuvo a punto de ignorarlo, pero revisó quién llamaba. Era Ignacio. Se preocupó de inmediato y atendió, al tiempo que volvía sus pasos hacia el pasillo principal.
- ¿Qué pasa amor? ¿Estás bien?
- ¿Qué pasa? ¿Vos me preguntás a mí qué pasa?
Notó el timbre ronco y enojado de su novio. No entendía el motivo de ese tono en la voz
- Encontré el dinero que estás guardando... ¿me querés decir de dónde lo sacás?
Lola se quedó perpleja.
- ¿Importa eso? Es para vos, para que podamos disfrutar del futuro juntos.
- Es mucha plata Lola, mucha. Y nunca me quisiste decir dónde trabajás. ¿Qué estás haciendo? ¿Vendés droga? ¿Te prostituís?
- ¡Qué decís, Ignacio! Lo que hago lo hago por los dos.
- ¿Y qué carajo hacés? Porque esta plata...
- ¡Beso a la gente! Eso hago. Beso a la gente, Ignacio.

Cada mañana, con sol, con lluvia o con viento, era la misma rutina. Subte, caminata, su esquina en la peatonal. La mochila a un lado, la bolsa por el otro. Y dentro, el cartel que había hecho con tanto espero y del que estaba orgullosa.
"Un beso te alegra la vida, te doy un beso a cambio de $10"
Hermosa, joven, carismática, resuelta, sonriente. ¿Quién podía resistirse? Dame un beso, le había dicho Ignacio una noche. La misma que le había dicho que no llegarían a juntar el dinero.
Ella lo estaba haciendo. Un beso por dinero. Decenas de besos por día. Centenares por semana. Miles por mes. Besos a desconocidos, hombres, mujeres, niños, travestis, ancianos. ¿Eso era prostituirse para Ignacio? Si acaso lo era, se declaraba culpable. Lo hacía por amor. Cada beso, era una chance más para él. Cada extraño que dejaba su billete, era un paso más hacia el milagro.

- ¡No lo puedo creer, Lola! Y yo acá, enfermo, muriendo. Mientras vos, ahí, en la calle, besándote con todo el mundo, como si nada.
- Ignacio, cómo podés decir eso. ¿No ves lo que representa?
- Mirá, ni quiero pensar. Con el solo hecho de imaginarte...
- ¿Dándole un beso a alguien? A lo sumo he dado piquitos, besos en la frente, besos... no puedo creer que esté explicándote esto. ¿No ves el punto? Lo hago por vos, lo hago por nosotros.
- Dejame Lola. No puedo estar con alguien que a mis espaldas hace algo así.
- ¿Algo así? ¿Algo como querer salvarte la vida?
- ¡Salvarme...! ¡Besándote con otros!
- Juntando dinero, Ignacio. Lo creías imposible, fijate lo que hay, contalo. Lo que pensabas que íbamos a juntar en dos años quizá en dos meses más ya lo tengamos.
- ¿Tengamos? No, estás equivocada. ¡Tomá este dinero sucio! - le gritó, arrojándolo hacia donde estaba - ¡Y andate de acá! ¡No te quiero ver más!
- Ignacio...

Ella se fue, sin llevarse nada. Ni siquiera los recuerdos. El se quedó, masticando la bronca y muriendo cada día un poco más. Ya no hubo besos, ni abrazos, ni un futuro juntos.
Ignacio tenía razón. El mañana no existe.
Lola también la tenía. Él jamás quiso ver.
En la esquina de la peatonal extrañan a la joven hermosa que durante el día renovaba las esperanzas en medio del caos, de la vorágine de la vida.
Algunos dicen haberla vista, en otra esquina, de otro lugar, esperando muy seria, resignada, que alguien la bese.

8 de abril de 2014

Él, Ella, la vida (1ra parte)

Mientras se miraban, mesa cuadrada y de madera de por medio, ella creyó reconocer un gesto de preocupación en él. El sonido de los pocillos, las charlas ajenas, los mozos haciendo sus pedidos en la barra se hicieron a un lado para dejar silencio para su pregunta.
- ¿Qué tan grave es?
Él no había querido que lo acompañara. Habían discutido la noche anterior por esa cuestión. Y ahora, llevando los ojos hacia el servilletero rojo de Coca Cola, Ignacio volvió a mostrarse evasivo, molesto. Lola sabía que esa molestia no era para ella, pero de todas maneras mantuvo callada la boca y se propuso no hablar ni preguntar nada hasta que su novio diera alguna señal de querer dialogar.
Llegó el mozo y preguntó si querían algo más. Ella pidió la cuenta. El mozo se fue con las tazas. La suya llevaba café con leche hasta la mitad. Ignacio se distraía ahora con la ventana. Ni siquiera observaba a través del vidrio que daba a la vereda y que en ese horario brindaba un gran espectáculo con todas las chicas que salían de la facultad e iban al McDonald´s más cercano meneando sus cuidadas figuras. En cambio, había posado su vista en una mosca en una esquina de la abertura, donde lidiaba resignada contra una tela de araña.
El mozo volvió con el ticket. Lo dejó y siguió caminando, atento a las dos mujeres mayores que acababan de entrar, con seguridad para tomar un té con torta de chocolate.
Lola buscó la billetera. El movimiento fue suficiente para la reacción de Ignacio.
- No, pará. Pago yo.
Ella no le contestó. Sacó un billete, lo puso en la mesa, apartó la silla y se fue sin saludar. Él no podía verla, pero había empezado a llorar. Su hermoso rostro se contraía en una mueca de tristeza. La bronca no era con él, a pesar que lo parecía, sino con todo lo que decía ese silencio.
Se detuvo en la esquina a esperar que cambiara el semáforo para peatones. Aprovechó para secarse las lágrimas. En ese momento él aferró su brazo con firmeza, pero sin violencia. Otra vez se miraron y en esta ocasión, ambos lloraban.
Se abrazaron, con todo el desconsuelo del mundo.

Abrazados bajo las sábanas volvían a ser una misma persona, o al menos, dos personas con el mismo porvenir. Habían hecho el amor, pero las imágenes de la tarde se habían impregnado en sus cabezas. No el silencio, el mal humor, sino lo posterior.
La confesión. El veredicto. El saberse mortal. La impotencia de no tener el poder, la ignorancia de no conocer el destino.
- El mañana no existe - vaticinó él, casi en un susurro.
Ella se revolvió sobre su cuerpo, inquieta. No podía aferrarse a esa afirmación, no era justo. Por la ventana el sonido de la lluvia era un bálsamo para sus pensamientos.
- Dame un beso - le pidió él.
Mecánicamente, ella acercó su boca hacia la de su novio. Entonces, al sentir sus labios tibios y sugerentes, supo que nada estaba perdido.
- Vamos a conseguir el dinero - dijo Lola.
Ignacio sonrió, con falsa esperanza.

En la mochila sobre sus espaldas viajaban los apuntes y libros de la facultad. En la bolsa que llevaba en las manos, los elementos para su nuevo trabajo. Le había prometido a Ignacio que conseguirían el dinero para la intervención y haría realidad esa promesa.
Cursaba de noche, por lo que la mañana y la tarde eran suyas para sacar adelante la difícil situación financiera. Jamás se había propuesto algo así y mucho menos, imaginado. Tampoco se creía capaz, sin embargo, allí estaba decidida a todo por salvar a su amor.
Resuelta, llegó a la peatonal. No importaba el horario, allí siempre era un mar de gente. Las primeras horas de sol del día daban fe de aquello. Personas yendo a trabajar, jóvenes camino al colegio, vendedores ambulantes preparándose para un largo día, turistas que aún no se habían ido a acostar y otros que madrugaron. La ciudad era siempre la ciudad. Poco le importaba quién vivía y quién moría. A Lola si, y mucho.Y por la vida de Ignacio, poco le importaba lo que tuviera que entregar a cambio.

Él no sabía que trabajo había conseguido. Ella le había pedido que no le preguntara, al menos hasta saber si le gustaba lo que estaba haciendo. Era muy bonita, por lo que sospechaba que podía estar modelando, algo que Lola odiaba a pesar de haber recibido por años innumerables ofertas.
Debido a los estudios, que eran constantes, Ignacio había reducido su carga horario en el trabajo. Se las ingeniaba sin embargo para trabajar desde su casa y poder juntar algún dinero más. Si su cuerpo resistía, al igual que sus órganos, en dos años, según sus cálculos, podría estar cerca de la cifra que necesitaba para operarse.
El mañana no existía, según sus palabras, pero un mínimo de esperanza combatía gallardamente en su interior. Lola lo presentía y guardaba silencio. La lucha era desigual, pero la victoria era posible. Siempre lo es, cuando se da pelea.
Ella volvía cada noche, tras la facultad, repleta de felicidad.
- Lo vamos a lograr - le decía mientras se metía como una felina en la cama, sonriendo con toda la boca.
- Si, pero falta aún, no te apresures - contestaba él, aplacando los ánimos.
Lola sonreía, desbordando confianza.

Cada mañana era la misma rutina. Con sol, con lluvia, con viento. Bajaba del subte, caminaba unas pocas cuadras, llegaba a la esquina que había elegido de la peatonal, dejaba la mochila con los materiales de estudio a un lado, sacaba el cartel de la bolsa blanca y comenzaba a hacer lo suyo.
El dinero no tardaba en llegar. Un billete, dos, tres, diez, cien. Al término de la jornada podía llegar a contabilizar un promedio de tres mil pesos. Un viernes había juntado casi siete mil. Cuando los contó, escondida en el baño, casi le da un infarto de la emoción.
Los clientes aparecían desde temprano. Algunos se repetían día a día. Eran más los hombres, como podría suponerse, pero las mujeres no se quedaban atrás. Había mucho más que belleza en ella que subyugaba. Era el misterio detrás de la idea, el motivo de aquella locura.
Ignacio lo ignoraba y ella prefería que el conocimiento jamás llegara. Aquella idea, aquel emprendimiento, era al mismo tiempo, su más oscuro secreto con su novio. Pero al mismo tiempo, le gustase o no a él, era la puerta para la única chance de vida que le quedaba. Y cuánto antes se reuniera el dinero, que era mucho y en efectivo, mejores posibilidades habría.

(continuará)

5 de abril de 2014

Un final para la historia

El sonido del timbre lo sorprendió mientras buscaba un final para un cuento sobre dos marionetas que cobraban vida y decidían huir para emprender una aventura lejos de la persona que cada noche, tras mostarlas en un espectáculo en un bar, las encerraba en una vieja valija de cuero.
Iba a dejar que quién fuera el que estaba llamando, se cansara de esperar y desistiera, pero muy por el contrario, toco hasta cinco veces, motivando que se pusiera de pie, abandonara la computadora y se dirigiera nada contento hasta la puerta de entrada.
Lo aguardaba un hombre de mediana estatura, pronunciada calvicie y un lunar en el cachete izquierdo. Iba trajeado y portaba un maletín marrón. En la mano libre, estirada hacia delante, sostenía una tarjeta de presentación que inmediatamente terminó en poder de Alejandro.
- Perdone - dijo Alejandro, queriendo acelerar el trámite - pero no estoy interesado en comprar nada, así que si me permite...
- ¡Aguarde! Que el que quiere comprarle algo soy yo. Lea la tarjeta. Raymundo Ledarzón, representante editorial.
La respuesta lo tomó con la guardia baja. ¿Un editor en la puerta de su casa? A los pocos segundos, tras leer la tarjeta, el tal Ledarzón estaba en el living de su casa, aprestándose para sentarse en un sillón.
- ¿Puedo? - preguntó educadamente el hombre.
- Claro, disculpe, tome asiento - Alejandro quitaba un par de camisas sucias de una silla cercana para tomar asiento también. Contrariado, observó al calvo sentado en su sillón.
- ¿Cómo supo de mi? Apenas si tengo publicados unos cuentos en antologías de gente amiga. No recuerdo haber enviado originales a su editorial - miró la tarjeta que tenía en sus manos, tratando de buscar el nombre de la casa editora que el hombre representaba - y sinceramente no estaba buscando publicar.
- Es que uno olfatea en el aire a un buen escritor con futuro. Por eso me he llegado. Además, he visto sus datos en el blog en el que escribe.
- ¿Y cuál es la idea? ¿Quiere leer algunos escritos?
- No, mire, es mucho más sencillo el asunto. Usted me prepara una selección de cuentos, digamos, unas cien páginas. O las que quiera. O si tiene una novela inédita, me prepara eso.
- ¿Y después?
-  Me las manda al correo electrónico que figura en la tarjeta.
- ¿Y después?
- Después me tiene que depositar el dinero correspondiente a la lectura de esos textos.
- ¿Me va a cobrar por leerlos? No comprendo, me está pidiendo material mío pero me quiere cobrar para la lectura.
- Claro, imagínese que no es el único autor que estamos visitando.
Alejandro se puso se pie, aquello que hasta entonces le parecía una rara visita, ahora se tornaba un oscuro modo de sacarle dinero.
- Es decir, le pago, usted lee, pero nadie me garantiza que se vaya a publicar.
- ¡Pero amigo, si es bueno, claro que se publica! Lo leemos, nos gusta, lo corregimos... porque ningún libro sale de la agencia sin corrección porque esto daría mala imagen tanto a usted como a la agencia. El coste de la corrección tiene un valor por página.
- ¡Me cobran la corrección!
- Tenga en cuenta que no es una simple corrección, es ortográfica y de estilo.
- Y después de sacarme toda ese dinero, ahí me publican.
- No exactamente. Primero se debe aceptar el proyecto.
- Ustedes lo deben aceptar, eso me dice.
- No. Alguna editorial. Si ellos aceptan, se firma un contrato de representación con nosotros y otro de publicación con la editorial.
- Es decir que a pesar del dinero que hipotéticamente les estaría pagando, aún no estaría ligado a ustedes.
- No, claro. Pero una vez que la editorial acepta el proyecto, enviamos a ellos el material y empezamos a promocionar el libro y a usted como escritor.
 - ¿Y en vez de todas esas vueltas, no es más fácil que vaya directamente a una editorial a presentar mis escritos?
Raymundo Ledarzón lanzó una carcajada. La risa lo animó.
- Amigo, esto no funciona así. Todos tenemos que vivir, ustedes los que tienen el talento de escribir, las grandes editoriales que tienen los presupuestos para imprimir y nosotros, que tenemos el talento del olfato.
- ¿Del olfato?
En un solo movimiento Alejandro tomó del cuello de la camisa - arrugando la parte superior del traje - al editor y lo llevó a la rastra hacia la puerta.
- ¿Sabe lo que puede hacer con sus propuestas?
- ¡Pero Alejandro...!
Lo arrojó con fuerza a la vereda y cerró la puerta. El hombre insistió tocando el timbre para volver a entrar. Pero Alejandro retornó hacia la habitación donde estaba la computadora. Cerró la puerta y puso música. Abrió el cuento que estaba escribiendo y volvió a concentrarse en el final ideal para esa historia. Al fin de cuentas, inventaba mundos, creaba magia, le daba vida a sus personajes. Qué tan lejos llegaran, ya no dependía de él. Y tampoco, del poder del dinero.

2 de abril de 2014

Tero, tero, tero

La puerta del sótano se abrió violentamente y Jacinta se asomó con brusquedad. Comenzaba a bajar las escaleras cuando los ruidos de sus pasos despertaron a José, su hermano, que dormía sobre un colchón en el suelo.
- ¿Qué pasa, gorda? ¿Vinieron a buscarme? - preguntó asustado a su hermana, que ahora estaba a su lado.
- ¡Está en las noticias! ¡Invadimos las islas! ¡Tuvieron que rendirse!
José la escuchó con un reproche en la mirada, volvió a apoyar la cabeza sobre el colchón y le dio la espalda.
- No quiero saber nada sobre el tema - le pidió.
- Pero José, es una buena noticia. Todo el país está saliendo a las calles.
- Es un error gorda, sé lo que te digo. Puro patriotismo barato que lo único que va a lograr es que muera un montón de gente.
- Qué vos estés escondido no significa que los demás soldados sean igual de cagones.
Como accionado por un resorte, José se incorporó. Las palabras de Jacinta lo habían enojado.
- ¿Cagón? ¿Preferías que fuera con los brazos abiertos a que me maten a una tierra distante, que hasta hace poco a nadie le importaba?
- ¡No podés hablar así, José Manuel! Si tu padre te escuchara...
- Papá está muerto. Y yo lo estaría en unos días, de haberme dejado encontrar.
- Con qué frescura hablás, pensá bien dónde estás escondido, me estás poniendo en riesgo a mí, a mis hijos, mi marido. Si te llegan a encontrar acá, vamos todos presos, vos con corte marcial y nosotros...
- Callate por favor. Y abrí los ojos Jacinta. Si papá estuviese vivo, te diría lo mismo. Abrí los ojos, Jacinta.
- Todavía no entiendo por qué te escondí. Me diste pena, pero ahora, la verdad, siento que sos un egoísta. Si subieras a escuchar la radio, te darías cuenta que esos soldados están haciendo historia. Cuando en el futuro hablen de este día...
- Te repito, callate Jacinta. No quiero escuchar más del tema.
- ¿Sabés que va a pasar con vos? Te van a encontrar un día. Y nosotros no te vamos a defender. Y todos te van a llamar traidor. Porque eso es lo que sos. Un traidor a la patria. No como esos soldados que viajaron, con los oficiales que lo saben llevar, como los militares que tenemos en el gobierno y decidieron esta invasión. Ellos son patriotas, vos sos un traidor y un cagón.
José volvió a apoyar la cabeza contra el colchón. No quería seguir escuchando a su hermana. Sin embargo, no volvió a pedirle que cerrara la boca. Se quedó en silencio, escuchando los reproches. Cada palabra era un disparo a miles de kilómetros, cada frase era una formación que saltaba sobre tierra a cumplir una misión, el reproche entero era el éxito de la misión.
Pero José derramó una lágrima solo al imaginarse el futuro. Poco le importaba el camino que tomara esa guerra. Solo entendía una cosa. La muerte no era el camino. La guerra nada solucionaría. Por eso era un prófugo, por eso se resistía a apretar un gatillo en contra de otra persona. Nada resolvía esa guerra de su día a día, de su salir a palear pozos por unos pesos. ¿Patria? Siempre había pensado que la patria era otra cosa, tenía otros valores. Sin embargo, las banderas se alzan muy rápidamente. Y las masas, aclaman.
Jacinta se retiró varios minutos después. Se fue gritando un cantito que seguro había escuchado por la radio: "Tero, tero, tero, tero, tero, tero, tero, tero, hoy le toca a los ingleses y mañana a los chilenos". José no pudo reconocer en esa voz a su hermana. Era como si otros cantaran por ella.
Así ha sido por siglos, pensó. Los muertos no son nunca los que hacen y manipulan las guerras, sino quienes las pelean. Las guerras son un engaño. Y el ser humano, un engañado.