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24 de octubre de 2016

Recepcionista nocturno

Al ingresar al hall a través de la puerta giratoria ya puede apreciarse su figura pulcra y segura detrás del mostrador. A medida que uno recorre los metros hasta la recepción, su imagen se agiganta, como si lo único que hubiese en aquel hotel fuera su presencia.
El recepcionista de noche irradia un carisma que lo hace único. No por nada la reputación del Apolo Hotel tiene como característica principal ser el sitio de alojamiento de la ciudad (y quizá del mundo) que más trabaja en horario nocturno. Los huéspedes que ya han pasado alguna vez por el hotel, vuelven siempre, aunque en las siguientes oportunidades, solo después de las 22.
En las páginas web de búsquedas de alojamiento es posible leer los comentarios de los usuarios alabando al Apolo y sugiriendo registrarse personalmente y de noche.
Los directivos, asombrados por el caudal de huéspedes que se alojaban en su horario, quisieron premiarlo, dándole un puesto de mayor jerarquía y durante el día, pero el hombre se negó rotundamente. De todas maneras no perdió la oportunidad para solicitar un aumento, que le fue otorgado.
Jean Modest Martineu no solo se adueñó del horario nocturno del Apolo, sino que desestimó una decena de ofertas de otras cadenas hoteleras, muchas de ellas de cinco estrellas. Es un hombre de pocas palabras, sin embargo, su pronunciación y acento obnubila a hombres y mujeres. Su sonrisa justa, los ademanes lentos y parsimoniosos y las soluciones rápidas a todo tipo de problemas, hacen de su servicio una mejor experiencia que la propia estadía en el lugar.
Es tal la fama de Martineu en el Apolo, que no solo llegan para hospedarse turistas, sino también habitantes de la propia ciudad que quieren saber en carne propia lo que es ser atendido por la leyenda viviente entre los recepcionistas del mundo.
Elegantemente vestido, con zapatos que dan la sensación de haber sido lustrados segundos antes, traje sobrio y reluciente, moño en lugar de corbata y un corte de cabello prolijo y peinado hacia atrás con la ayuda de algún humectante, Martineu no solo se ofrece a acompañar a los huéspedes a sus respectivas habitaciones, sino que también les brinda una visita guiada por el viejo y bello edificio, sobreviviente de todo el siglo veinte aunque modernizado en varios aspectos.
El lugar preferido de Jean Modest, el que siempre deja para el final, es el subsuelo, único recodo de la edificación que no se puede acceder mediante ascensor. Estrechas y oscuras escaleras llevan a una pequeña pero hermosa bodega, donde añejan los mejores vinos de la zona. Los visitantes quedan extasiados ante tremendo espectáculo y jamás se niegan a una copa del sabroso líquido que idolatrara Baco, el que deleitan entre aprobaciones y risas.
El mareo no les importa, ni tampoco el abrazo cálido y amistoso de Martineu, que acercando su rostro les susurra los secretos del lugar. Ellos vuelven jocosos y felices a sus habitaciones y el recepcionista a su puesto, saboreando aún el néctar de la vida entre sus labios, el sabor fresco de ese otro líquido, espeso y caliente, bajando aún por sus entrañas.
El tintineo de la puerta giratoria, los pasos que se escuchan y las voces de una conversación cercana. Nuevos huéspedes de los cuales beber. Entonces, la sonrisa, la postura erguida y el carisma irradiando esa mágica presencia, capturando la esencia misma de las almas, de esas frágiles criaturas humanas que caminan hacia él.

19 de octubre de 2016

El mismísimo diablo

El pizarrón vacío debería haber significado una bocanada de respiro para los chicos, porque cada mañana el profesor lo cubría de punta a punta de complicadas consignas con las que todos reñían disgustados. Pero ese día, el exigente Sr. Collins no había escrito palabra alguna sobre la - extrañamente - inmaculada superficie.
Sin embargo, aquello no era motivo de celebración ni mucho menos. Porque el Sr. Collins estaba sentado en su escritorio, observándolos en silencio. Tampoco era habitual que él estuviera sentado y ellos callados. Una clásica clase del profesor podía haberse descrito de la siguiente manera: el Sr. Collins de pie, recitando sin parar y escribiendo al mismo tiempo en el pizarrón las preguntas o problemas de las que luego requeriría las respuestas; paralelamente, a sus espaldas, niños y niñas pasándose papelitos de asiento a asiento, hablando por lo bajo casi en un susurro, algunas risas que lograban escapar del encierro y nadie, absolutamente nadie, prestando atención. Luego venía el enojo del profesor, la amenaza de exámenes sorpresas, de notas bajas y la exigencia de tener todas las respuestas por escrito para el día siguiente.
Los niños retornaban a sus hogares de mal humor y echaban todas las culpas al señor Collins. Cada mañana, antes de comenzar las clases, no causaba sorpresa ver a padres quejándose con el más antiguo de los profesores del colegio. Collins se mantenía atento a las palabras, sonreía cuando escuchaba terminar a los adultos y luego se marchaba al aula, sin contestación alguna, para comenzar a impartir la clase del día.
Los directivos recibían quejas a diario, pero el profesor era una eminencia que había enseñado a generaciones. Pero en los últimos años había perdido el respeto que antes su sola presencia arrojaba a lo largo y ancho del salón.
- Los tiempos han cambiado, Elvira - solía decir a la directora, cada vez que salía el tema en la conversación - Antes el respeto estaba por delante, hoy ni siquiera entra los planes de chicos y padres.
A pesar de ello, el profesor Collins no había cambiado ni un ápice su método de enseñanza. Se había propuesto jamás rendirse. No era un pensamiento propio de él. Pero esa mañana, el pizarrón árido de palabras, era el presagio del fin.
Los chicos se mantenían en sus asientos, sin musitar palabra alguna. Nadie escribía papelitos ni mucho menos se reía. El Sr. Collins los miraba a todos con rostro severo. Aunque no era el semblante gris y pétreo, que lo acercaba más al mismísimo diablo que al viejo profesor de colegio, lo que los asustaba al punto de tenerlos tan quietos y obedientes.
Era el arma.
Si, el arma.
Esa escopeta de caño recortado que había metido al colegio debajo de su largo sobretodo, sin que nadie se diera cuenta. Ese caño doble apoyado sobre el escritorio, que apuntaba hacia ellos, hacia los niños.
Era ese elemento letal lo que los había apaciguado, dejándolos al borde del llanto. Pero ni a eso se animaban, porque los ojos negros y apagados del profesor Collins eran lo suficientemente expresivos como para hablar sin pronunciar sonidos.
Esos ojos decían: "Hasta aquí llegaron".
Collins sonreía. Vaya que lo hacía. Su método había perdido la batalla contra el tiempo, pero su vieja escopeta se mantenía tan viva como siempre. Y el gatillo se sentía tan suave al tacto, que no veía la hora de poder tirar de él.
El mismísimo diablo, vaya que si. La sola idea despertó en él una carcajada que atravesó el salón y heló todos los corazones.
Luego, comenzaron los disparos.

9 de octubre de 2016

El tema del momento

En los programas de televisión debaten ahora sobre quién tiene la culpa. En las radios no se cansan de sacar al aire a gente que llama y expresa su opinión. En los diarios imprimen páginas y páginas con casos similares en otras partes del planeta. Todos, ahora que ha sucedido, quieren tener voz sobre los hechos. Sin embargo, antes que saliera a la luz, el único que tenía que hacerse cargo era yo. ¿Dónde estaban mientras tanto? ¿Por qué nadie me ayudaba con esa lucidez de la que hoy hacen gala y desparraman a los cuatro vientos?
Es por eso que siento que sea tan injusto. No veo la razón por la que quieren encerrarme entre cuatro paredes. Bueno, si, la veo cuando presto atención a los medios de comunicación y la manera en la que informan lo sucedido. La veo cuando me sorprendo con lo que dice la gente. Pero tampoco puedo afirmar que sea una razón, porque ninguno sabe la verdad.
Durante los diez meses que no vi la luz, consideré en varias ocasiones la posibilidad de matarme. Es decir, no es lo que quería, pero tampoco tenía mucho sentido todo lo que ocurría alrededor. Cuando la oscuridad reina, los espacios se agigantan. No estoy exagerando. Hasta que uno se habitúa, el miedo ralentiza cada movimiento. Se avanza de a centímetros, con la expectativa del horror a flor de piel. Más con todas esas alimañas dando vueltas por ahí.
Créanme, escuchar el sibilante andar de una serpiente sin saber donde está realmente, puede provocar la locura en pocos segundos. Mucho más sentir el frío de su piel al tratar de asirse de una pared o un objeto.
Aunque aquello era uno solo de los tantos miedos que me rodeaban. Jamás me acostumbré a sentir crujir las cucarachas bajo mis pies. Es un sonido espeluznante. Podría compararla con pisar hojas secas... con la salvedad que las hojas secas no sueltan un chasquido viscoso como si reventaran y desparramaran sus vísceras, por más pequeñas que sean, en todas direcciones. El suelo era un colchón de cucarachas. Por eso mis pasos eran largos, medidos.
Pero las preocupaciones no solo eran con los bichos de abajo. Las arañas, por ejemplo, me sorprendían con sus telarañas, que se enredaban en mi rostro. Tantas veces las sentí bajar por mi cabeza o brazos y tuve que sacudirme frenéticamente para evitar morir del susto y la impresión. Había peludas, culonas, grandes, chicas... no quiero recordarlas.
Y ni hablar de los ratones, las avispas, cascarudos, murciélagos y principalmente, los animales detrás de la puerta corrediza. Esa que cada noche se abría para que ellos entraran a las habitaciones de la casa en las que trataba de ocultarme para que no me encontraran. Eran enormes. Un oso de garras duras y afiladas, un puma de ojos amarillos y colmillos sedientos, y al que más temía, una pantera negra, tan ágil como sagaz.
Cada noche debía escapar de ellos, mientras todas las otras alimañas parecían empecinarse en complicarme la supervivencia. Y todo, en total oscuridad. Durante diez meses interminables, soporté esa agonía.
Hasta que una noche, en el frenesí de tratar de sobrevivir, di con ese viejo armario que siempre estaba cerrado con candado. Pero esa vez, esa única y decisiva vez, no lo estaba. Y en su interior mis manos tocaron el frío del metal y reconocí de inmediato que eran armas. Grandes y potentes. Una ametralladora, un rifle de asalto y una pistola automática. También había municiones. Lloré de la alegría, mientras las arañas trataban de reptar por mis brazos y mis zapatillas hacían puré de cucarachas en cada movimiento.
Tomé todas las armas y me agazapé en la oscuridad, justo a tiempo para percibir que allí se estaban acercando, con una confianza fuera de lugar, arrimándose de a poco a la mismísima muerte. ¿Qué harían ustedes en esa situación? Abrirían fuego, así sin más. Y eso hice.
Los destellos de los disparos fueron las primeras luces en diez meses.
Escuché sus aullidos y luego sus agónicos quejidos. Otra vez había quedado todo a oscuras. Temblando salté sobre sus cadáveres y crucé la puerta corrediza. Estaba del otro lado por primera vez desde que había quedado encerrado en la oscuridad. Corrí hasta la salida a la calle y me arrojé fuera de la casa. Tropecé y caí de espaldas, observando el paisaje más hermoso: el cielo de noche, con su infinita galería de estrellas. Me di cuenta que lloraba, pero no de miedo, sino de la emoción de ser otra vez libre.
Por eso, cuando escucho, veo y leo todo lo que dicen, aborrezco a todos y cada uno. Hablan y dejan plasmado en tinta solo puras mentiras. No maté a mi familia, no soy un enfermo esquizofrénico, no tendría que estar en ningún instituto psiquiátrico. Es fácil opinar cuando no se es prisionero. Cuando la libertad es la forma común de vivir. ¿Dónde estaban todos durante esos diez meses que viví en el infierno? ¿De qué hablarán cuando consigan lo que quieran? Porque de eso se trata, del tema del momento. Mañana cuando consigan lo que quieran, habrá de algo más que hablar. Y a mí me dejaran otra vez solo. Encerrado y solo. Y quizá, probablemente, otra vez en la oscuridad.




5 de octubre de 2016

El hombre fuera del mapa

Cuando en marzo dejé de verlo por el bar, sospeché que algo le había pasado. Era un hombre de escasas palabras, que se acodaba en la barra y permanecía allí sus buenas horas con tan solo un vaso de vino. Pagaba con monedas que tintineaban sobre el mostrador. Un sonido que asocio con las nueve de la noche, porque siempre era esa la hora en la que se marchaba.
Evaristo, dueño del bar, una persona que conozco de años, me había dicho en algún momento que se iba en ese horario para conseguir lugar en el refugio de noche, que es un lugar triste a pocas calles de la plaza, donde los que no tienen techo acuden por una cama y refugio.
Un par de veces le pasó que las monedas no le alcanzaban para pagar su única felicidad en el día. En esas ocasiones solo tuve que levantar la mano desde mi mesa para que Evaristo comprendiera que el vino corría por mi cuenta. El hombre, en esas ocasiones, antes de retirarse, pasaba delante de la mesa y me hacía un gesto muy particular con la mirada, dándome de esa manera las gracias.
Por su andar lento, le calculé más de cincuenta años. Llegaba con las primeras sombras del atardecer, a veces con una bolsa de plástico en la mano, en la que vaya a saber uno que llevaba. Su aspecto no era el mejor, pero no se le podía reprochar que estuviera desprolijo o sucio. El hombre se calzaba su pobreza y humildad con la mayor dignidad posible.
Ese otoño pensé bastante en él. Me pregunté muchas veces dónde estaría, si habría cambiado de bar, si la suerte le había permitido un mejor lugar donde pasar sus días (y aún menor, sus noches), y si, irremediablemente, si la muerte había ido por él para sacarlo definitivamente de las calles.
Pregunté a varios de los habituales compañeros de tragos, personas en su mayoría solitarias y calladas, que sienten la necesidad no solo de reconfortar el alma, sino también de llenar vacíos. Ninguno lo había visto, ni en otro horario, ni en la zona. El hombre ya no estaba en el mapa local de nuestras rutinas.
Para el invierno ya prácticamente me había olvidado de él. Los extraños no soportan cambios de estaciones, no por crueldad, sino porque uno ya está viejo y la poca memoria queda en pie solo para cosas triviales o momentos que a nadie le importan.
En septiembre, mientras algunos albergaban la esperanza de la primavera, a nosotros, los errantes solitarios y devenidos en sombras, se nos fue el Evaristo. Una noche se acostó y a la mañana ya no despertó. Supongo que no sufrió. Es difícil precisarlo, porque uno no ha muerto y la experiencia es nula. El bar cerró. Sin muchas vueltas. Su único hijo ni siquiera se molestó en hacer inventario de lo que había en el interior. A los dos días colgaba de la puerta un cartel de "Se vende" y a la semana ya era historia. En breve abrirá una pizzería. No como las de antes, sino las modernas, que solo tienen delivery y ninguna mesa para sentarse.
Algunos rumbearon para otros bares cercanos. Yo me quedé en casa. Suelo comprar una botella cada mañana y la voy apurando con el correr del día, y. cada noche, el último vaso va en nombre de Evaristo.
Y fue esta mañana, después de ir en tren hasta lo de mi hija, detenerme delante de la puerta, tratar de tocar el timbre y no hacerlo, dar media vuelta, tomar el tren y regresar, que a pocos metros del andén me topé con el hombre. El mismo que en otoño había dejado de ver y que en tantos pensamientos sobre su destino me había sumido, en esas largas y placenteras horas sentado a mi mesa, en ese bar que no dejo de extrañar.
Allí estaba, de pie, pantalones de vestir, saco y corbata. Boleto en mano, mirando hacia el este, hacia el sonido de una locomotora reduciendo su marcha.
Me puse delante de su mirada, atiné una sonrisa y le pregunté con timidez si me recordaba. Sus ojos me miraron sorprendidos.
- Claro que sí - me respondió, estrechándome la mano - Pensé que había muerto.
El asombro entonces fue mío. Reí.
- No, si el que dejó de frecuentar el bar fue usted, no yo - dije jocosamente, permitiéndome una confianza y libertad poco frecuentes en mí.
El hombre me miró seriamente y de la misma manera, respondió.
- Por eso mismo. Yo seguí adelante.
Con un chirrido fuerte y poco armonioso, el tren dio a entender que ya estaba en el andén. El hombre estrechó mi mano, apretó con afecto mi hombro derecho y fue en busca de un vagón.
Me quedé allí parado, viendo la marea de gente ir y venir, buscando un lugar en esas cajas de metal repletas de pequeñas ventanas. El tren marchó, perdiéndose al cabo de un instante de mi vista. Fue extraño, pero al irse, no escuché de la formación sonido alguno. Sus pocas palabras aún retumbaban en mi cabeza, impidiendo cualquier otro estímulo externo.
Me sentí estúpido. El hombre me había pagado con lo más valioso, que es la honestidad y no fui capaz siquiera de retribuir con el simple gesto de agradecimiento que él hacía, cuando yo le permitía ser feliz en su antigua mísera vida.

1 de octubre de 2016

Tiempos mejores

La tarde se marchitaba con el color del fracaso. Solo un cliente había cruzado la puerta de entrada y tras haberse probado cinco pares de zapatos, no compró ninguno, Su esposa a diario le decía que comenzara a vender zapatos para mujeres pero él se negaba. Su abuelo había vendido calzados para hombres, su papá lo había hecho y él continuaría el legado. Como esperaba que lo hiciera su hijo el día de mañana, si es que algún día llegaba el varón, porque por el momento era padre de dos niñas.
Cerraría, caminaría  hasta la parada del colectivo. Bajaría a dos cuadras de su casa, pasaría por la pizzería y encargaría una de muzzarella por la que volvería a los veinte minutos, para evitarse el costo del delivery.
Haría todo eso, una vez que bajara las persianas del negocio, ubicado en una de las avenidas principales de la ciudad. A través del ventanal de la vidriera podía apreciar la quietud en la calle. Pocos transeúntes caminando las veredas, muchos menos deteniéndose a observar los escaparates de los comercios. Eran tiempos difíciles. Esas mismas palabras usaba con su esposa: "Ya vendrán mejores" le aseguraba con cierta esperanza.
El sonido de la campanilla de la puerta hizo que levantara la vista. Un cliente de último momento, pensó. Pero entonces su semblante cambió. En la entrada había un hombre tan grande que su cabeza rozaba el marco de la puerta. Sin embargo no fue el tamaño lo que lo asustó, sino el arma que tenía en la mano.
- Deme todo el dinero, por favor - dijo el extraño.
A pesar del miedo, no pudo pasar por alto el vocabulario del asaltante. De todas maneras de movió rápido hasta la caja registradora. Solo cuando la abrió recordó que estaba vacía. Tenía algo de cambio en el bolsillo del pantalón, pero era una suma irrisoria.
Titubeó. El hombre pronto se impacientaría y no tenía nada para darle.
- Mire amigo, ha sido un día difícil - le dijo al asaltante.
- ¿Cuánto tiene?
- Le soy sincero, no recaudé nada. Venga y vea con sus propios ojos si no me cree.
El grandote avanzó torpemente, mirando de reojo hacia los ángulos del techo, temiendo que hubiese una cámara y la idea del comerciante fuese que la misma lo captase. Se acercó sigilosamente hasta el mostrador y observó el interior vacío de la caja registradora.
- Nada - sentenció.
- Ni una moneda - confirmó el vendedor de zapatos.
- ¿Y cómo hace para vivir? Digo... ¿es todos los días así?
- Y... está dura la mano. Menos mal que mi mujer trabaja, porque de lo contrario...
- Si, ni me lo diga. A mi pareja la tuve que poner a laburar también. En una banda que opera en el oeste. Secuestros virtuales. Nada que ver con esto. Lo mío es la calle. No quiero esto para ella. Pero entre los dos, apenas si llegamos a fin de mes.
- Sabe, me apena que no se pueda llevar nada. Tengo algo de cambio en el bolsillo, pero no le voy a mentir. Tenía intención de comprar una pizza camino a casa. Por las nenas más que nada. Con un plato de sopa a mí me alcanza.
- No, por favor. Mire si le voy a quitar la comida a sus hijas. No me va a creer, pero es el segundo comercio al que trato de robar hoy y no consigo nada.
- A que seguro eso antes no pasaba.
- No, para nada - sonrió - Ya vendrán épocas mejores.
- ¡Eso mismo le digo a mi mujer! Me cae bien usted... ¿cuánto calza?
-  Cuarenta y cinco.
- No voy a permitir que se vaya con las manos vacías, tengo un par de zapatos para usted.
- Por favor, no se moleste.
- ¡Hombre! Hoy en día nadie que entra armado tiene los modales suyos. Es un caso en extinción. ¿Y su pareja? ¿Ella cuánto calza?
- Ah, me mató, señor. Desconozco. Nunca se lo pregunté.
- Bueno, hoy se lleva los suyos. Vuelva en estos días y vemos que le conseguimos. No aquí, porque solo vendo calzado para hombres.
- Ahí tiene su problema, señor. Seguro si vendiera calzado femenino, tendría algo de dinero al final del día.
- Es lo que me dice mi mujer.
- ¿Y por qué no le hace caso?
- El legado familiar, la tradición...
- Disculpe lo que voy a decir, odio las malas palabras, pero... a la mierda el legado familiar. Mi papá también delinquía y por seguir sus pasos, me gano la vida quitándole a los demás lo que han ganado honestamente. No me siento orgulloso de eso.
- ¿Y por qué no se dedica a otra cosa?
- ¿Y usted por qué no vende zapatos para mujeres?
Ambos rieron al unísono.
- Tiene razón - dijo el vendedor - Uno cree que hace siempre lo correcto, por más que no lo haga. Y si no es así, si existe un atisbo de consciencia, se aferra a una excusa. Cambiar no es fácil.
- Ni que lo diga. Pero cuando me corre la policía, claro que lo pienso.
- En mi caso, cuando cómo hoy, apenas tengo para regresar a casa y llevar un poco de comida.
- En fin. Se hace tarde. Me llevo estos zapatos y vuelvo en un par de días con mi chica.
- Vaya tranquilo y cuídese.
- Usted también, esta zona de noche se pone peligrosa.
El grandote se fue con la caja de zapatos bajo el brazo. Ahora si, era hora de bajar las persianas, apagar las luces e ir en busca del colectivo. Había sido una experiencia extraña. A falta de clientes, hasta un delincuente era bienvenido. Afortunadamente, el que le había tocado en suerte era todo un señor.
¿Calzados para mujeres? Quizá algún día cedería. Cerró la puerta con llave y se ajustó la camisa al cuello. Había comenzado a refrescar. La noche había caído de golpe y algunas farolas del alumbrado público todavía no se habían encendido. El grandote tenía razón. Aquella zona no era la que había sabido ser. Apuró el paso hasta la parada del colectivo, con las manos en los bolsillos. Tanteaba de paso el poco dinero que llevaba encima. Sonrió. Qué más daba, esa noche pediría una especial con morrón y jamón. Al final de cuentas, la vida es una sola.