Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

24 de diciembre de 2017

La cicatriz

Desperté sospechosamente consciente en un pasillo de cerámicos blancos salpicados con pequeñas manchas negras. Justo a mi lado había una puerta. El silencio me estremeció, no por incómodo, sino por todo lo contrario. Sin haber estado jamás en aquel lugar, me parecía conocerlo de toda la vida. En ambos extremos del pasillo había una nueva puerta y otras dos de cada lado, a lo largo del mismo. Caminé hacia la derecha, tanteando las paredes, revestidas con un papel viejo dueño de cierto olor a humedad que me llevó mentalmente a otras épocas, cuando de pequeño recorría la vieja casona de una tía a la que visitábamos cada verano.
Escuché un sonido extraño que pronto identifiqué: el del viento atravesando los árboles. Es un sonido que solo puede percibirse en la naturaleza, alejado de las edificaciones de cemento, en sitios abiertos sin paredes que lo aprisionen ¿Pero en aquel pasillo, de dónde provenía?
Me detuve y cerré los ojos. Allí estaba el viento, como una melodía. De pronto cesó. Otra vez el silencio. Y de inmediato, el ruido del picaporte de la puerta más alejada. Me giré a tiempo para ver a un niño salir por ella. La cerró con cuidado, visiblemente asustado. Al verme, quedó inmovilizado. Atiné a acercarme, pero me detuve. Verlo me horrorizó.
Entonces, a mi espalda, la puerta que estaba en el extremo opuesto se abrió. Salió un viejo que apenas podía caminar apoyándose en la pared. Su rostro arrugado delataba su avanzada edad, pero adiviné en aquella amalgama de piel frágil las formas que tantas veces había estudiado en el espejo. Respiré hondo. Aquello no era posible. En ese momento, otras dos puertas se abrieron. Una entre el niño y mi cuerpo y otra antes de llegar al hombre mayor. En la primera, me vi a los veinte años, en la segunda, unos veinte años más viejo de lo que soy ahora. Creo que no lo aclaré, pero el horror al ver al niño fue por la misma razón que me paralicé al ver a los demás. Era también mi persona, en otra edad de mi existencia.
¿Era un sueño? Tenía que serlo.
El niño nos preguntó sin moverse un metro de su puerta, quiénes éramos. Salvo el viejo, que estaba lejos y estaba más preocupado por no caerse que por prestarle atención a los demás, todos sabíamos quién era el niño. Era injusto. El niño no podía imaginarnos en su futuro. Pero nosotros, lo reconocíamos del pasado. Y cada uno de los otros fue atando los mismos cabos que había atado yo segundos antes. Nos contemplábamos pero sin dar un paso hacia ninguna parte. En la fascinación residía también el miedo.
El niño volvió a preguntar. Estuve a punto de hablar, pero me ganó de mano mi versión a los cincuenta años. Su voz, familiar, resultó aplomada. Eligió las palabras cuidadosamente, hasta casi con elegancia. El niño escuchó atentamente, pero podía leer en su cara su falta de entendimiento. Era la misma cara que ponía al escuchar las explicaciones de la maestra de química. Estuve por explicarlo con otras palabras, pero entonces mi versión adolescente se largó a reír. Me dio bronca. Esa falta de respeto y ubicación me habían traído muchos problemas de joven, pero con esfuerzo lo había superado. Y ahora, estaba allí, como un fantasma. No pude contenerme.
- ¿De qué te reís, pelotudo? No ves que con esa edad es difícil que entienda.
El adolescente dio dos pasos hacia mí pero entonces el de cincuenta años intercedió.
- Tranquilos, tranquilos... Seguramente no quiso decirte eso, ya sabes como es nuestro carácter. Con el tiempo lo irán gobernando. Tranquilos.
Pareció calmarse. Yo también. La bronca remitió y le sonreí. No hay nada peor que enojarse con uno mismo. Entonces si, abrí de nuevo la boca, pero para explicarle al niño quiénes éramos. Me miró con desconfianza, como si aún estuviera fresco el consejo de mamá, de no confiar en los extraños.
Fue otra vez el de cincuenta años el que enderezó el rumbo.
- A ver, todos, mostremos la planta del pie. Vamos, sáquense los zapatos, las zapatillas. El corte lo tenemos desde los cinco años, de cuando fuimos por primera vez a la costa. Supongo que ninguno ha olvidado el susto.
- ¿Qué susto? - preguntó el viejo.
Los demás, que nos mordimos el labio al escuchar la voz apagada del hombre más alejado, mostramos la planta del pie. Allí estaba, la vieja cicatriz.
- Esto fue hace poco - dijo el niño.
Pero para ninguno era reciente. Si bien así lo parecía, con la imagen grabada a fuego de la sangre manchando la arena, nuestra memoria había puesto mucha distancia entre aquel nefasto momento y el presente. El presente, claro, de cada uno. El joven, sin lugar a dudas, no tendría mis últimos quince años de recuerdos, como yo no tenía los recuerdos que tenía el de cincuenta y mucho menos, del anciano. El viejo, cuyas piernas temblaban por el peso de la bolsa de huesos que cargaba, sin embargo, ya no atesoraba ningún recuerdo, casi como una cruel paradoja. Al levantar la vista, no nos reconocía, y avergonzado de su estado, volvía a desviarla hacia alguna de las paredes, escondiendo el rostro de su curtida vida.
La herida que todos poseíamos fue suficiente para que el pequeño comprendiera. Sin embargo, ninguno se movió de su lugar. Solo el viejo avanzaba y retrocedía, como buscando una puerta que no existía. De vez en cuando se detenía y volvía a mirarnos. Al desconocernos, volvía a su trajín de querer escapar de aquel pasillo.
Parecía estar atrapado en ese ida y vuelta, sin poder retornar a la puerta por la que había salido. Nosotros, al mirarnos, estábamos atrapados en otro laberinto: ninguno podía volver a ser la persona que nos precedía en aquel pasillo.
El joven dijo que afortunadamente, no quería ser otra vez el niño, pero que le daba curiosidad mi edad. El de cincuenta años daría cualquier cosa por ser cualquiera de los tres que le precedían. Y yo, sinceramente, añoraba de la misma forma el pasado. El viejo no opinaba, perdido en esa extraña búsqueda, en esa tensa espera que no llevaba a ningún lugar.
Hablamos todos, salvo el viejo y el niño, que sin necesidad de desearlo, sería todos los demás.
- ¿Qué me espera? - le pregunté al de cincuenta, pero el hombre guardó silencio.Tuve ganas de maldecirlo por eso, pero entonces el adolescente me hizo una preguntar similar y también quedé en silencio. ¿Qué sentido tenía advertirle de las mujeres de las que me enamoraría, de los trabajos que tendría, de las cosas de las que me arrepentía? ¿Acaso no tenía derecho él de experimentarlas?
El joven, en cambio, le dijo al niño: No te copies en Física de tercero, porque te van a descubrir y te van a hacer perder el año.
Me sorprendí. No recordaba haber repetido tercero. ¿Era posible que esa frase del joven hubiese modificado mis recuerdos?
Entonces en voz alta le dije al joven: No lleves a Julia a su casa en la despedida de Cacho a España.
Inmediatamente miré al de cincuenta años. ¿Recuerdas a Julia? le pregunté.
Negó con la cabeza, contrariado. Incluso en mi mente la palabra Julia comenzó a desdibujarse.
- Esto... esto es peligroso - dijo el hombre de cincuenta.
Nos miramos, alternando los rostros, como si estuviéramos delante de espejos mágicos. Todos, salvo el viejo. Ahora el anciano, lejos de seguir nuestra conversación, miraba su puerta, como ensimismado. Giró lentamente y esta vez no escondió su rostro luego de mirarnos. Lentamente, movió sus labios.
- El baúl... el viejo baúl...
Todos sonreímos. El viejo baúl era el primer recuerdo, había estado siempre al lado de nuestra cama en la infancia, luego se convirtió en el sitio predilecto para guardar lo que no quisiéramos que nuestros padres encontraran y finalmente, en un adorno elegante de la casa, que con orgullo mostrábamos a todo visitante. El baúl, el legado de nuestro padre, rescatado según sus palabras, de la vieja casa del abuelo...
- El baúl - continuó dolorosamente el viejo - tiene un doble fondo. Allí... allí está nuestra partida de nacimiento. Ellos nos... - su voz se quiebra, la fragilidad se vuelve lágrima - mintieron. En el baúl hay una foto de una mujer y un hombre que se abrazan delante de un pelotón de fusilamiento. En esa imagen vieja están nuestros padres. Puta madre... ¿cómo salgo de este lugar?
El viejo abrió la puerta y desapareció. Nosotros quedamos en el pasillo, atrapados por siempre en esa revelación. Al abrirse nuestras puertas y salir, ya no éramos los mismos. El tiempo nos había jugado una mala pasada.

1 comentario:

Monter71 dijo...

Que historia tan padre, me a gustado mucho.