Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

Adrián Granatto: El arte de morir con dignidad de Don Evaristo Tejada




Adrián fue uno de los hacedores de la revista digital "Piso 13" y quien me dio la posibilidad de publicar mis cuentos en dicho espacio desde el primer número hasta el último de su existencia. Escribe y no solo ficción. De más está decir que lo hace muy bien. Se suma a este cumpleaños con un gran cuento, desde el título mismo: "El arte de morir con dignidad de Don Evaristo Tejada". Pueden leerlo en Lecho de pulgas


El arte de morir con dignidad de Evaristo Tejada

Adrián Granatto © 2013

Prólogo

Evaristo Tejada se estaba muriendo. Lo sabía él, lo sabía su mujer y lo sabían sus hijos. Hasta Marcelito, su pibe mayor, se había venido desde Europa para estar con él en estos postreros momentos, cosa que a Eva lo había conmovido.

I

Todo comenzó con una tos seca. Eva no le dio mucha importancia, pero su esposa le insistió con que vaya al médico. Al final, Eva claudicó. Más que nada para que Elsa le dejara de romper las pelotas de una vez por todas.
El médico lo examinó y fue tajante: ni un cigarrillo más. Eva se aguantó toda la perorata mientras se abotonaba la camisa, y salió del consultorio no sin antes asegurarle al galeno que no volvería a tocar un cigarrillo en su vida, promesa que le duró hasta que llegó a la placita y se juntó con los otros viejos a jugar a las cartas y mangueó un faso.

II

La habitación donde Eva reposaba se hallaba casi a oscuras. La única luz provenía de la puerta abierta que daba al patio embaldosado. Eva yacía en la cama de dos plazas que llevaba en la familia desde la época colonial, su cuerpo oculto bajo las sábanas, sus cabellos grises desperdigados sobre la blancura de la almohada. Sobre la mesita de luz descansaban varias cajas de remedios, un reloj despertador, un par de anteojos y media docena de revistas de crucigramas, único vicio que Eva se permitió desde que dejara de fumar.
Frente a la cama se hallaba el televisor, una reliquia en blanco y negroque su esposa había llevado a la habitación para entr etenerlo. Eva le daba poca bola. Él prefería la radio, que mantenía encendida bajo la cama paramejorarle la acústica, y siempre sintonizada en un programa de tangos. Eva era un excelente bailarín de tango. De purrete pateaba los adoquines de Pompeya para demostrar sus dotes. Fue en uno de esos bailes donde conoció a Elsa.
Pero no era lo único que se hallaba en la habitación. Medio oculto por las sombras , en una de las esquinas, se erguía un tubo de oxígeno del que colgaba una mascarilla. El doctor le había diagnosticó una bronquitis crónica, y teniendo en cuenta la edad de Eva, hasta podría ser mortal. Además del oxígeno, el médico le recetó unos inyectables para fortalecer las defensas.
Miró el reloj. Ya era pasado el mediodía. En cualquier momento llegaría Catalina para colocarle las inyecciones. Acomodó las almohadas yapoyó la espalda contra el respaldo de la cama. La habitación olía a cera, unaroma que le agradaba. El parquet brillaba allí donde lo tocaba la luz del sol que entraba oblicuamente por la puerta.
Escuchó que alguien golpeaba las manos y, automáticamente, los ladridos de la perra, una cosa chiquita y peluda que lo único que sabía era hacer barullo. Y lo de «peluda» no era algo para tomar a la ligera. La perra tenía tanto pelo que muchas veces, al verla echada, Eva se preguntaba qué parte sería el culo y cuál la cabeza.
Su esposa pidió silencio y la perra dejó de ladrar al instante. Luego le llegaron retazos de conversación, hilos perdidos que se deshilachaban en el viento. Eva encendió el velador.
—Buen día, Evaristo. ¿Cómo está hoy? —saludó Cata entrando a la habitación con el susurro de sus pies arrastrando los patines de paño para no rayar el piso.
Cata era una de las pocas personas que lo llamaba Evaristo, dejando de lado el diminutivo femenino que venía arrastrando desde pendejo. Los que dicen que los niños no tienen maldad, es porque no conocían a los hijos de puta de sus amigos. Las cargadas llegaron al punto de recibir cientos de
manzanas para los cumpleaños o serpientes de plásticos articuladas.
—Igual que ayer —contestó mientras se ponía de costado y se bajaba el pantalón pijama.
Recordó la primera vez que Catalina vino a la casa. Elsa había malgastado dos semanas preguntando por el barrio si conocían alguna persona que colocara inyecciones. Solo cuando Eva le preguntó si había averiguado en la farmacia, cayó en la cuenta qué era el único lugar al que no había ido.
Aristóbulo, el dueño de la farmacia desde hacía años —Elsa era incapaz de calcularle la edad a ese hombre—, sacó un fichero de d ebajo del mostrador y buscó pacientemente entre las fichas. Elsa aprovechó el tiempo para pesarse y pedirle a la empleada que le vendiera cien gramos de gomitas
de eucaliptus. Las fue comiendo de a una mientras el farmacéutico seguía pasando las fichas.
—Aquí está —dijo Aristóbulo de pronto—. Catalina Quesada, enfermera. Nunca recibí una queja por su trabajo. Una persona muy profesional en lo suyo.
Anotó el nombre, el teléfono y la dirección en una hoja cuadriculada y la arrancó del cuaderno para entregársela a Elsa.
—Gracias, Aristóbulo —dijo Elsa, a la vez que ojeaba la dirección.
Luego la dobló y la guardó en la cartera.
El farmacéutico hizo un ademán con la cabeza, como restándole importancia al asunto, y se disculpó para ir a atender a un cliente. Elsa salió de la farmacia y se dirigió a la casa de la enfermera.
Al otro día Cata llegó a casa de Eva y se presentó. Era una mujer pisando los cincuenta con el cabello recogido en un rodete. Tenía sus ojos azules ocultos tras gafas de cristal grueso.
Hablaron nimiedades mientras ella preparaba la jeringa, Elsa a los pies de la cama observándolo todo pero sin decir palabra.
Cuando Cata le dijo que volteara y se bajara los lienzos, él tuvo un ataque de pudor. Primero por el tono coloquial que usó —lo de «bájese los lienzos»— que lo descolocó (después se enteró que era una frase que usaba siempre con los primerizos para romper el hielo), y segundo que, en honor a
la verdad, su culo ya no estaba para ser mostrado delante de nadie.
Le lanzó una mirada interrogativa a Elsa y ella se encogió de hombros. Sin muchas ganas se desanudó el cordón del pantalón, se lo bajó casi hasta las rodillas , y se dio vuelta. Sintió la mano de Cata sobre una de sus nalgas dándole unos golpecitos.
—Relájese —pidió—, póngase flojito.
Eva trató, pero le era imposible aflojar la zona sabiendo que lo iban a pinchar. Sentía el culo duro como una piedra. Se le contrajo más al sentir el frío del alcohol. Cata le volvió a pedir que se relajara, pero ya se había formado un corto entre la mente de Eva y su culo. Era algo natural, un acto
de defensa: el tipo olía peligro y se cerraba.
Nuevamente Cata le golpeteó la nalga —«Sí, vos golpea que te van a  abrir», pensó Eva— tratando de aflojarle el sitio del pinchazo. Pero al ver que la cosa había tomado visos de imposibilidad, le mandó la inyección sin aviso y a traición. Eva ahogó un grito mordiendo la almohada. Una lágrima, una sola lágrima, se le escapó por el rabillo del ojo y empapó tenuemente la funda inmaculada.
—Listo, ya está —avisó Cata—. ¿No dolió, verdad?
Eva no contestó. Se levantó el pantalón y trató de sentarse, pero el culo todavía le dolía, así que se quedó de costado. Cuando su mujer volvió de despedir a Cata y abonarle sus honorarios, Eva le dijo:
—A esa hija de puta echala a la mierda. ¿Mano para las inyecciones? Es una asesina, eso es.
—Bueno, viejo —trató de calmarlo Elsa—. Vos también no ayudaste mucho. ¿Cuántas veces te dijo que aflojes y vos no aflojabas?
—¿Y cómo mierda queres que afloje sabiendo que me va a pinchar? Me gustaría verte a vos poniendo el orto.
—Bueno, eh—se enojó ella—. Conmigo no te la agarrés. Y tratá de no usar ese vocabulario, sabés que no me gusta.
Tres semanas después Eva ya estaba cómodo con Cata (una de las premisas para relajarse es no tener vergüenza de mostrar el culo para que te inyecten). A la cuarta semana la enfermera apareció con una noticia que le dio a Eva la primera sospecha de que las cosas podrían… terminar mal para él.

III

Ese día todo iba por los carriles normales —llegada, conversación superflua y bajada de lienzos—, hasta que Cata abrió la boca para decir:
—¿Sabe qué, Evaristo? Hoy me encontré con una personita justo delante de su puerta. Parecía indecisa, como si no supiera si golpear o no. Me detuve frente a ella y me sonrió. Me preguntó si venía a verlo a usted y le dije que sí, que yo era la enfermera que le colocaba las inyecciones, y le di una de mis tarjetas. Uno nunca sabe cuándo va a necesitar que le pongan una inyección, ¿sabe? «¿Cómo anda Eva?», me preguntó. «Bien», le dije yo.
«Dígale que le mando saludos y que lo quiero mucho», dijo ella. Y antes de que pudiera preguntarle de parte de quién venían los saludos, se alejó caminando. Cuando su señora abrió la puerta ya había dado vuelta la esquina.
—¿Quién era?
—Una mujer.
Eva se mordió el labio inferior haciendo memoria. Las mujeres que conocía, y con las que cruzaba alguna que otra palabra, se podían contar con los dedos de una mano. Y eso sumando a su mujer.
Mientras pensaba, Cata lo inyectó.
—Listo —dijo con aires de suficiencia—. ¿Y? ¿Sabe quién puede ser ?
—Me rindo —dijo Don Eva.
—Pero adivine, hombre, no sea así.
—No me gusta adivinar. O se sabe o no se sabe.
—¿De qué hablan? —preguntó Elsa entrando con una bandeja en la que llevaba un churrasco con puré, una ensalada de radicheta y un vaso de jugo de naranja.
—Le estaba comentando a su marido que me encontré con alguien en la puerta y que le manda saludos —dijo Cata haciéndose a un lado para que Elsa colocara la bandeja sobre la cama—. Una mujer.
—¿Una mujer? —Elsa alzó las cejas y miró a su marido que luchaba por cortar un pedazo de carne—. ¿Qué mujer te manda saludos, Eva?
—¡Y qué sé yo, Elsa! —Eva ni alzó la vista para contestarle a su mujer, enredado en lucha franca con el churrasco. Al final se dio por vencido y pinchó con el tenedor un poco de ensalada—. O el churrasco está más duro que la mierda o el cuchillo no corta un carajo —dijo mientras masticaba la
radicheta.
—¿Cómo era la mujer, Cata?
—Una mujer mayor. Bajita, pelo negro (seguramente teñido) y llevaba un saquito de punto de color rosa que hacía juego con la cartera, también rosa. —Hizo una mueca y ahogó una risita—. Y los zapatos y la falda que llevaba también eran color rosa. Raro, ¿no?
Eva se atragantó con el jugo y cruzó una mirada con Els a. Cata se percató de ello, pero no dijo nada. Las conversaciones que mantenía con los pacientes eran más que nada para distender el ambiente y así hacer más fácil y rápido su trabajo, no para crear lazos con los enfermos. Eso terminaba
complicando las cosas.
—Bueno —dijo retrocediendo con los patines —, sigo con la recorrida. Hoy tengo un día atareado. ¿Me abre la puerta, Elsa?
—Claro —dijo Elsa. Miró a su esposo que jugueteaba con la ensalada y ambas salieron.
Eva dejó la bandeja de lado.
Se le había ido el apetito.

IV

Cuando Elsa regresó, Eva se hizo el dormido. Ella lo llamó sacudiéndolo por el hombro, pero él siguió con la pantomima. Su esposa salió con la bandeja y, luego de un rato, se escuchó encenderse el televisor en el comedor.
Eva esperó unos segundos y abrió los ojos.
—¡Ajá! —gritó su esposa desde la puerta, sobresaltándole.
—¡La puta que te parió, Elsa! ¿Qué te pasa?
—¿Qué me pasa? Pasa que no me gusta que me tomen de boluda. ¿Te pensaste que no me iba a dar cuenta?
—No… —musitó Eva.
—¿Será una broma?
—¿De quién? No, no creo que sea una broma.
—¿Entonces?
Eva se encogió de hombros.
Solo conocían a una persona que le gustaba vestirse de rosa: la hermana de Eva, María Luisa. En ese sentido, su guardarropa era monocromático. El problema era que Malu llevaba tres años muerta.
—Sea lo que sea, es de un mal gusto terrible —dijo Elsa.
Eva le pidió que le alcanzara la caja de zapatos que descansaba dentro del placard, al lado de las frazadas envueltas en nailon y llenas de naftalina.
Elsa se la llevó a la cama y Eva desperdigó el contenido sobre el cubrecama. Eran fotos, la mayoría de ellas en blanco y negro. Volteó las que habían caído al revés y rebuscó entre ellas hasta alzar una. La miró unos segundos y se la tendió a su mujer .
—¿Conocés a los de la foto?
Elsa la miró la fotografía. Había tres personas: dos menores y un adulto. El adulto era el padre de Eva, Don Atilio. Llevaba pantalones con tirantes y una camiseta sin mangas. Abrazada a la pierna izquierda de Don Atilio se encontraba Malu, con un vestido veraniego. Parado del otro lado
estaba Eva. El padre le apoyaba una mano sobre la cabeza . No se llegaba a comprender si era un gesto cariñoso o solo era para mantenerlo quieto mientras sacaban la foto. El chico lucía una remera a rayas y pantalones cortos. Los tres estaban descalzos y frente a una ventana. Elsa supo enseguida dónde habían tomado la foto: era en la casa de los abuelos de Eva, en Villa de Mayo, en el patio trasero.
—Son tu papá, tu hermana y vos. ¿Por qué?
—¿Nadie más?
Elsa volvió a mirar la foto.
—No —aseguró.
—Volvé a mirarla. Y esta vez prestale atención a la ventana.
Elsa observó la ventana. Se reflejaban las espaldas de los tres y ninguna cosa más.
—No veo nada, Eva.
—Arriba. Fijate arriba y a la izquierda.
Y ahí estaba.
Elsa se sobresaltó.
Lo que allí se encontraba parecía humo. «O —pensó Elsa— podría ser algún efecto químico producido durante el revelado». Pero no lo creía. El humo tenía forma. Imprecisa al principio; pero si uno observaba con atención, discernía un rostro. Más precisamente, un rostro de niño. Y sonreía.
Elsa sintió un escalofrío correrle por la espalda.
—¿Quién es? —pregunto.
—Humberto —dijo Eva.
—¿Humberto? ¿Qué Humberto?
—Mi hermano.
—Vos no tenes hermanos varones, Eva. ¿Qué me estás diciendo?
—Lo tuve —dijo Eva—. Tuve un hermano hasta los cinco años. —Eva se secó los ojos. Estaba llorando—. Lo tuve hasta que lo atropelló un tren.

V

—¿Vos me queres decir que esto que estoy viendo es un fantasma?
Eva asintió con la cabeza.
—Si es una broma, no tiene gracia, Eva.
—No es una broma, te lo juro. Es algo de familia, no sé por qué. Según mi papá, siempre hubo fantasmas rodeándonos. Yo nunca vi uno, y hasta ahora no creía en ellos. Papá decía que era una señal, un aviso claro de que alguien iba a morir pronto y que ese ente —así les decía algunas veces papá: «ente»— venía para acompañarlo.
—¿Y a quién se llevó Humberto?
—A la abuela Clara. Dos días después de la foto la encontraron muertaen la cama. Una buena muerte, la agarró durmiendo. No sufrió.
—¿Y vos pensas que la aparición de tu hermana es una señal de que…? Elsa no pudo terminar la frase. Sentía un nudo en la garganta.
—¿De qué me voy a morir? —dijo Eva. Se encogió de hombros —. ¿Cabe alguna otra posibilidad?

VI

Pasaron tres semanas. Don Eva siempre le preguntaba a Cata si había vueltoa ver a la mujer; y en todas ellas, Cata le contestaba que no.
A Eva le costaba dormir. Trataba, pero no podía. Cada vez que cerraba los ojos, todo se volvía rosa.
Elsa trataba de calmarlo. Le decía que ya había pasado mucho tiempo,que quizás era todo producto de la imaginación potenciado por las viejas historias.
—¿Y la mujer de rosa?
—Una casualidad. Muchas mujeres se visten de rosa.
—¿Completamente?
—¿Y por qué no?
—¿Y por qué preguntó por mí?
—Debía ser una vecina.
—Nunca vi a ninguna de nuestras vecinas vestir de rosa.
—Bueno, Eva, tampoco les vamos a estar revolviendo los placares. Pero después de todo, un conjuntito rosa no es tan raro. Además, ¿con qué podes combinar el rosa? Con rosa, otra no te queda.
Eva tuvo que aceptar que parte de razón tenía, pero así y todo no quedó muy convencido.

VII

A la sexta semana ocurrió.
Era la tardecita y Eva dormitaba. Era sábado, y bajo la cama la radio trasmitía un partido de fútbol. En el patio, Elsa se afanaba entre las macetas, revolviendo la tierra y plantando brotes nuevos. La perra yacía bajo la planta de ruda, y desde allí observaba a su dueña.
Un rayo de luz, un solo rayo de luz donde miles de Orbs danzaban perezosamente, cruzó la puerta de la habitación y le pegó a Eva justo entremedio de los ojos.
Eva despertó. Y delante de él, sonriéndole, estaba su hermana.
—Hola, Eva. ¡Qué lindo estás! ¿Aquella es Elsa? ¿V os sabés que no la reconocí? Está muy cambiada.
—Malu… —musitó Eva—. ¿De verdad estás acá o estoy soñando?
—Estoy acá en carne y hueso. Bueno, tanto así no, pero estoy.
—¿Viniste a buscarme, no es cierto? Llegó mi hora.
—¿Qué hora? —preguntó ella dubitativa.
—Mi hora, mi fin, mi momento para abandonar la Tierra.
—No, nada que ver —dijo Malu—. Estaba al pedo y pasé a verte. Vos no sabés lo aburrido que es allá. Un bodrio. Lo más divertido que hacen es jugar a la canasta. Y encima hacen trampa. Uno s e pensaría que allá nopodrían, pero pueden.
—Yo pensé que…
—¿Qué pensaste? ¿Qué venía para llevarte conmigo? No, no es así la cosa. ¿Estuviste pensando en lo que contaba papá, no? —Rió—. ¡Era unjodón papá! Ah, te manda saludos, y mamá también.
—¿Están todos allá?
—Sí, toda la parentela. Insufribles.
—¿Tan bien se portaron todos? ¿Ni un pecado tenían?
—Pecados tenemos todos, Eva. Lo que pasa es que eso del infierno es puro cuento, no existe. Todos se van para arriba y les hacen un lavado de bocho para la próxima venida. Porque te devuelven, no vayas a creer. No es muy grande allá, así que cada tanto te mandan de vuelta para que tengas un
nuevo comienzo y trates de hacer las cosas un poco mejor. Aunque el quía ya no tiene muchas esperanzas. Cuando se cabrea dice que ahora sí manda otra inundación y que queden todos culo pa’rriba, pero después se le pasa. Es un pan de Dios.
—¿Y Humbertito está también?
—No. A Humbertito ya lo mandaron hace siete años de vuelta. Andá a saber por dónde anda.
—¿Con quién hablas? —preguntó Elsa desde la puerta. Se limpiaba las manos llenas de tierra con un  trapo.
—Con nadie, Elsa. Te habrá parecido.
Malu se había elevado hasta tocar el techo y desde allí lo saludaba. Luego traspasó las vigas y desapareció.
Eva se destapó y puso los pies en el piso.
—Creo que ya es hora de levantarme.
—¿Estás seguro, Eva?
—Segurísimo. Además, extraño dormir a tu lado. ¿Tomamos unos mates?
Elsa preparó todo en la mesita de hierro del patio y ambos pasaron el resto de la tarde charlando animadamente.







2 comentarios:

Netomancia dijo...

Flor de cuento Adrián! Con los condimentos justos para no dejar de buscar la explicación mientras, línea a línea, nos preguntamos que es lo que se viene.
Del arte de Evaristo, al tuyo, el artístico, cuya presencia en esta celebración agradezco y aplaudo.
Gran abrazo!

Adrián Granatto dijo...

De nada, Neto. Dentro de diez añitos más le escribo otro.